Gustavo Zerbino y Carlos Páez viajaban en el avión de la Fuerza Aérea Uruguaya que se accidentó en la Cordillera el 13 de octubre de 1972 y cuentan su experiencia de solidaridad y resiliencia. El 23 de diciembre, 72 días después de la caída de la aeronave, 16 de los 45 pasajeros pudieron ser rescatados.
Dos de los pasajeros que iban en el avión uruguayo que se estrelló hace 50 años en la cordillera de los Andes, aseguran que la historia de su supervivencia de 72 días en medio de los picos más altos y con temperaturas de 40 grados bajo cero, ya no les pertenece de manera individual porque “es una historia del ser humano”.
“Yo la viví, pero no soy protagonista porque ya no es nuestra, es una historia del ser humano”, dijo Gustavo Zerbino, quien a sus 19 años tomó el fatídico vuelo de la Fuerza Aérea Uruguaya fletado por el equipo de rugby amateur al que pertenecía para disputar un amistoso en Santiago de Chile.
Otro sobreviviente, Carlos Páez (hijo), explicó que ni los 16 rescatados con vida de los restos del fuselaje ni las familias de las 29 personas que perecieron en el Glaciar de las Lágrimas querían inicialmente que el sitio de la tragedia “terminara siendo un lugar turístico, por eso se quemaron los restos del avión”.
Pero a pesar de eso, hoy es habitual que se ofrezcan excursiones de trekking “al avión de los uruguayos” donde se encuentra un memorial que miles visitan cada año.
“Es una historia de supervivencia, de tolerancia a la frustración, de adaptación al cambio que ya no me pertenece a mí ni a nosotros, sino que le pertenece al mundo y entonces ya no se puede cuestionar que la gente vaya porque es como si cuestionara las Torres Gemelas”, aseguró Páez.
Se conoce como Tragedia de los Andes o Milagro de los Andes al accidente protagonizado por el avión 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya el 13 de octubre de 1972 en el departamento mendocino de Malargüe, sobre un glaciar rodeado de montañas a 3.600 metros sobre el nivel del mar y cerca de la frontera con Chile.
Según se pudo establecer después, la aeronave se estrelló contra las montañas por un error de cálculo del piloto, que pidió autorización a la torre de control para comenzar el descenso como si se encontrara sobrevolando Curicó –228 metros de altitud- cuando faltaban unos 70 kilómetros para llegar a este punto y el avión se encontraba sobre picos de casi 5.000 metros de altura.
Conspiró para la tragedia un profuso banco de nubes que impedía ver los cerros y que sólo pudo ser traspuesto cuando fue demasiado tarde para el avión, que inició maniobras desesperadas para recuperar altitud pero que terminó perdiendo la cola y ambas alas antes de que su fuselaje se deslizara a gran velocidad por la pendiente de un glaciar para terminar impactando contra un bloque de hielo.
Los 33 sobrevivientes iniciales se encontraban dentro de este sector del avión de 2,5 por 3 metros que se convirtió en una pieza fundamental de la historia, en el “hotel” que los protegía del frío, el viento, la nieve y las avalanchas; pero también el refugio que hizo posible a “la sociedad de la nieve” cuyo único objetivo era permanecer con vida hasta que llegara el rescate.
“Hoy que se están cumpliendo 50 años de un accidente, mi madre acaba de cumplir 100 años mientras que yo hace un mes me convertí por primera vez en abuelo. Eso despertó en mí un sentido de la trascendencia y una gran gratitud porque yo, que tendría que estar muerto puedo ver reunidas a cuatro generaciones”, dijo Zerbino.
La supervivencia fue muy difícil desde el principio porque estaban malheridos, no tenían abrigo, comida suficiente, ni forma de comunicarse con la civilización.
“Se dice muchas veces que sobrevivimos porque éramos deportistas, pero éramos sólo jugadores de colegio de dos veces por semana. En realidad, no hay explicaciones de cómo pudimos sobrevivir y por eso está considerada la historia de supervivencia más grande de todos los tiempos”, contó Páez.
Entre los momentos más difíciles de sobrellevar se cuentan la primera noche transcurrida entre los alaridos de dolor de los heridos que no llegarían vivos al amanecer; la avalancha que tapó completamente el fuselaje 17 días después del accidente, matando a ocho personas más; cuando se enteraron por radio que habían dejado de buscarlos 10 días después de la desaparición del avión; y cuando tuvieron que empezar a alimentarse de los cuerpos de los fallecidos, a falta de más opciones.
Zerbino suele contar que murió “dos veces” en la Cordillera y otras tantas volvió en sí. “Yo venía en un avión volando y cantando, pero con un miedo muy grande porque percibía que el avión se iba a caer. Un segundo antes del primer golpe me saqué el cinturón. Cuando se partió el avión yo sentí que estaba en otra dimensión, muerto. Y en ese estado de conciencia pensé: ‘¡es verdad, hay vida después de la vida! Pero una gota de un líquido del aire acondicionado me pegó en la frente y abrí los ojos. Cuando doy un paso atrás, me caigo en la nieve hasta la cintura y me doy cuenta de que estaba parado en el borde de la línea donde se rompió el avión, que el asiento donde yo había estado sentado había desaparecido y que si me hubiera quedado ahí estaría muerto”, contó a Télam.
“Esa fue la primera vez que pensé que había muerto, la segunda fue la avalancha”, agregó.
Con el transcurso de los días, el grupo fue fortaleciéndose en la idea que la única manera de salir de allí era atravesando los cerros en dirección a Chile para pedir ayuda.
Fernando Parrado -que había perdido a su hermana y a su madre en el accidente- y Roberto Canessa fueron los designados para esa travesía que rindió sus frutos cuando a los 10 días de esforzada caminata se encontraron, río de por medio, con un arriero chileno.
“Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace diez días que estamos caminando. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. Estamos débiles ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar”, escribió Parrado en el papel adosado a la piedra que le arrojó al vaqueano Sergio Catalán, ante la imposibilidad de comunicarse a los gritos por el ruido del curso de agua que los separaba.
Para el 23 de diciembre, ya todos los supervivientes habían sido rescatados en helicóptero y Zerbino fue uno de los últimos en abandonar el lugar del accidente porque se tomó el tiempo de recolectar objetos personales de los fallecidos para entregárselos luego a sus familiares.
“Durante 30 días fui casa por casa a llevarle a cada madre, a cada novia un reloj, una cadena, una cruz, una cédula, una bufanda, un gorro de ese amigo maravilloso que no pudo volver, porque pensé que para poder hacer el duelo ellos tenían que estar con algo que los represente”, describió Zerbino.
Los restos de 28 de los 29 fallecidos en la tragedia, descansan en el lugar al que los supervivientes pudieron volver recién 30 años después. Desde entonces han vuelto individualmente o en grupo más de una docena de veces.
El enorme atractivo que genera aún esta historia se traduce no sólo en las excursiones de trekking, sino en los 14 libros, la decena de películas y el museo montevideano dedicado a este episodio.
La mayoría de esos libros fueron escritos por los propios sobrevivientes, muchos de los cuales se dedican hoy a dar conferencias motivacionales.
“A veces me preguntó por qué es tan importante y creo que es porque se trata de una historia extraordinaria protagonizada por gente común que pudimos demostrar lo que el ser humano puede, y que por eso es atemporal”, afirmó Páez.
Fuente: Agencia Télam