─¡La puta madre! ¡Se me va! Eso fue lo último que dije antes de perder el control del auto y empezar a caer rodando por la ladera. En tiempo fueron unos 5 segundos. En distancia, unos 15 metros. En vuelcos, unas 2 vueltas y media.
En sensaciones, la más espeluznante e incierta que me haya tocado vivir. “Es un milagro que no tengan ni un rasguño”, me dijeron. Viajaba con mi novia Marcela. No descreo de fuerzas superiores, pero tampoco tengo dudas de que salir intactos de semejante accidente fue gracias a la tecnología aplicada en seguridad y a Nils Bohlin. Cerrábamos con Marcela un fin de semana excelente en Ushuaia.
Nos dirigíamos hacia el aeropuerto para tomar el avión de regreso a Buenos Aires. Habíamos dejado atrás Bahía Lapataia, el extremo más austral al que se puede llegar en el continente americano con un vehículo de forma pública. Y retornábamos por el único camino posible: la ruta nacional 3, que en ese tramo está dentro del Parque Nacional Tierra del Fuego.
Es un camino de tierra y había llovido casi todo el tiempo ese domingo. Aunque no tenga ripio ni toscas, está bien asentado y no se forma mucho barro. Pero sí aparece una mezcla de agua y polvo que lo hace muy resbaladizo. Encima había sectores de nieve y hielo. Y aunque no sea en altura, lo sinuoso del trazado se asemeja a una ruta de montaña.
Todos esos ingredientes, más el espectacular paisaje, no daban ninguna otra opción más que ir paseando y disfrutando. Íbamos en un vehículo ideal para eso: un Kia Sportage, 4×4 mediano, con un sistema de tracción integral que puede variar la fuerza del motor que recibe cada eje, en función del estilo del manejo o de las condiciones del terreno.
Y además teníamos 4 neumáticos con clavos, obligatorios para moverse en época invernal por Tierra del Fuego e indispensables para un buen agarre sobre hielo o nieve. Mi trabajo me llevó a especializarme. Hace casi 20 años que escribo en el suplemento Autos de Clarín y una de mis tareas es probar vehículos. Sin arrogancia, considero que mi capacidad de manejo está bastante por encima del promedio.
Pero, aunque hice cursos, no soy especialista conduciendo sobre nieve o hielo. Nací y me crié en Corrientes y ahí la única nieve que hay es la que sale de un tubo de aerosol cuando es época de carnaval. Faltaban unos 15 minutos para las 18 y todavía había buena luz. Por los parlantes del auto sonaba Karaoke, de Gustavo Cerati. Estaba por encarar una curva justo sobre el mirador de Isla Redonda. (Dato del que me enteré después, por supuesto. ) Justo había pasado un par de curvas previas con un vehículo viniendo en sentido contrario, por lo que me propuse recorrer estrictamente la porción de camino que me correspondía: sin invadir el otro carril, en lo más mínimo, de ninguna manera. Esta curva era hacia la izquierda.
Apenas en subida. Advertí una franja blanquecina sobre la derecha del camino. Nada muy diferente a lo que ya había visto todo el fin de semana. Más allá de la curva vi una ladera. Estaba cargada de pinos, así que no pude calcular ni la profundidad ni la pendiente. (Pronto iba a conocer esa información. ) La tomé a no más de 40 kilómetros por hora. Y sentí que el vehículo no estaba doblando tanto como yo quería. De hecho, se deslizaba hacia afuera.
Patinaba sobre un bloque congelado. Cuando quise acelerar para corregir esa situación ya era demasiado tarde. Las ruedas derechas estaban fuera del camino y el vehículo comenzaba a ceder ante el ángulo de la pendiente. ─¡La puta madre! ¡Se me va! No recuerdo si Marcela gritó o no. El miedo te puede producir 2 reacciones diametralmente opuestas. O te hace abrir los ojos bien grandes o te los hace cerrar muy fuerte. Yo los cerré. Y no sé por qué. De pronto empezamos a rodar hacia la derecha. Se produjo mucho ruido. Y una primera explosión.
Después interpreté que era el doble techo de vidrio panorámico que se astillaba al golpear contra el suelo. Casi en simultáneo, otra explosión: sonó más seca y contundente. Fueron los airbags de cortina, que se desplegaron sobre las ventanas (son los que brindan protección a la altura de la cabeza), y también los laterales, que se abrieron desde los costados externos de las butacas delanteras. Al final del vertiginoso y descontrolado descenso, me quedó sólo una marca. Un raspón en el brazo izquierdo, justo arriba del codo, producto del despliegue de la bolsa de aire lateral.
Es muy loco cómo funciona a veces la cabeza y cómo en momentos insólitos aparecen enseñanzas o técnicas aprendidas en el pasado. Tenía las manos sujetando el volante. Recuerdo cómo las yemas de mis dedos sentían el cuero que recubría el aro. Y de pronto solté y me crucé los brazos sobre el pecho, como si fuese una momia. Hace muchos años me habían explicado que si agarrás el volante durante un accidente, las lesiones pueden ser peores. Pero es natural agarrarse de algo en esas situaciones. Yo pensaba en mis manos y no sabía si iba a salir vivo de esa. Ruido: chapa que se hunde, plásticos que se rompen. Y otra explosión. Seguro fue el parabrisas.