Desde que se casaron, en realidad, desde que se fueron a vivir juntos, ella fue la encargada de hacer las compras. A él, como a la mayoría, no le gustaba ir al supermercado, pero entre los dos repartieron tareas y las asumieron desde siempre como lo que les había tocado.
Ella trabaja hace muchos años en el mismo lugar, aunque hace un par que la cosa se puso un poco pesada. Los sueldos no avanzan al ritmo que necesita, los pibes crecen y se van a la universidad, los gastos se multiplican y a la guita hay que estirarla para que alcance los 30 días del almanaque.
Pero tenía cancha, llevaba mucho tiempo de práctica, conocía las ofertas como nadie. Sabe dónde comprar la leche, dónde comprar la carne y en qué lugar se consiguen la fruta y la verdura a mejor precio.
El baile que sabía de memoria de repente empezó a fallar, no era que se hubiese olvidado los pasos, tampoco que la coreografía era distinta, simplemente había algo en la música que era diferente. Ya no encajaba todo milimétricamente, como lo tenía estudiado.
Esa tarde se rompió. Había pagado el alquiler de los chicos que estudian en Córdoba, canceló la cuota del IPV, transfirió plata para pagar los consumos del mes anterior de la tarjeta de crédito, abonó la abultada factura de la obra social que no puede cortar porque los hijos están lejos y una nunca sabe cuándo se va a necesitar. No había forma. Los números no cerraban por ningún costado.
Pero tenía que hacer las compras. En casa todavía quedan los hermanos menores y no hay forma de evitar la visita al supermercado. El fin de mes se estaba haciendo elástico, imposible de esquivar, como esos muñecos inflables con piso de arena a los que les pegás y empujás pero siempre vuelven a su sitio.
Quizás había perdido su superpoder.
Sabía que tenía un rescate que siempre evitaba usar, pero esta vez no le quedó más remedio. Con prolijidad acomodó en el changuito 6 litros de leche, varios paquetes de galletitas dulces, algunos sobres de jugo, unas verduras, media docena de huevos, un cuadrado de queso fresco y un par de bandejas de carne picada.
Se acercó a la caja y pagó con la extensión de la tarjeta de crédito que una vez le había dado su papá. Acomodó las bolsas llenas de nuevo en el carro. El carro resistía con la rueda trabada como si supiera que el alma le pesaba de la misma manera.
Lo llamó al padre para avisarle que le había usado el plástico. Se sentó en auto y apenas se abrochó el cinturón de seguridad se puso a llorar. Y lloró con angustia porque sabía que no podía ir a compartir la pena con su marido. Él hace seis meses que está sin trabajo fijo y contarle que no le alcanzó para hacer las compras iba a ser una estocada demasiado dañina.
Lloró lo que pudo. Sola. Prometió pagar la deuda de la tarjeta pero todavía no cumplió. No llega. Más de una vez le dice a los pibes que estudian en Córdoba que esperen, que aguanten, que la semana que viene quizás les manda algo, pero que no le digan al padre.
Padre que mientras tanto changuea de lo que encuentra todos los días, jamás se queda quieto, pero el bolsillo sigue flaco.
Se sienten en deuda permanente. Con sus hijos, con sus padres, con sus hermanos que saben que los ayudan porque ven que no pueden. Quieren, pero no llegan.
Llora cada uno por su lado porque no le encuentran la vuelta. Están cansados. Y hay que aguantar ahora dos años sin que el sueldo aumente. No llegan.
Venden sus cosas, inventan oficios, arriesgan lo que no les queda porque de alguna manera hay que llegar. Los grandes tiene que estudiar y los chiquitos tienen que comer galletitas y tomar yogur. Faltará todo lo demás, pero algunas cosas son sagradas.
Y hay que aguantar dos años más. No llegan.
Mientas tanto, las ventas aumentan, los precios de lo que fabrican en el laburo bajan, pero no llegan. Y hay que esperar dos años más.
No echan culpas. Están demasiado ocupados en la realidad que los despierta todos los días con un cachetazo. Lloran cada uno por su lado. Ella está agotada. Él está desgastado. Y todavía hay que pasar otros dos años. No llegan.
Las opciones, los acuerdos, las firmas, le son ajenas. No como las penas, que son bien propias. Porque tienen que llorar cada uno por su lado. Y resistir dos años más. Congelados.
María Fernanda Rossi