En la madrugada del 2 de abril de 1982 la Fuerza de Desembarco argentina recuperó las islas Malvinas. Apenas cumplida la misión, una de las primeras acciones de la Armada fue construir el Apostadero Naval en Puerto Argentino. Se trataba de un establecimiento con funciones logísticas de todo tipo, aunque lo primordial era brindar apoyo a las unidades que operaban en la capital. Quedó a cargo el capitán de fragata Adolfo Gaffoglio.
A las 7:35 comenzó el desembarco del rompehielos Almirante Irízar, que entre tantas cosas traía 19 hombres que habían dormido mal en el laboratorio del barco. “Al principio no teníamos nada. Y cuando digo nada, es nada. Fue el inicio de la Marina en las Malvinas”, cuenta Roberto Coccia, que fue el químico del Apostadero.
Fue como un almacén de ramos generales para los buques, que cargaban y descargaban. Además patrullaban, custodiaban la península Camber y el faro San Felipe; hacían la provisión de suministros, la operación de radios y las centrales telefónicas; tenían un puesto de socorro y hasta se llevaba a cabo la recuperación físico-mental de los soldados de la Infantería de Marina.
Claudio Guida, entonces conscripto, construyó el cartel que tapó la inscripción “Falklands” por “Apostadero Naval Malvinas”. Recién en mayo del 82 se estableció la plana mayor, en unos galpones que se usaban para acopiar lana y carpintería. Hubo, en total, entre 170 y 220 personas. Esa comunidad compartió la guerra hasta el final. Todos ellos volvieron al continente el Día de la Bandera de 1982, y empezaron a juntarse al año siguiente. Su historia acaba de convertirse en libro, escrito y compilado por Jorge Muñoz: se titula Historias del Apostadero Naval Malvinas (Ediciones Argentinidad, 249 pesos). La primera vez que se reunieron fue el 15 de abril de 1983, en una sede de la Armada.
Según Daniel Gionco, eran “4 o 5 gatos locos”. “Mientras todos charlaban yo anoté 55 números de teléfono que estaban en un registro de las personas que habían pasado por el Apostadero. Al año siguiente, ya el 20 de junio, armamos con Ricardo ‘Bicho’ Pérez la siguiente en la pizzería”, le cuenta Gionco a Clarín. Ya van 33. Antes de las 19 el restorán “Santa Mónica”, cerca del Congreso, ya tiene varias pizzas listas para ir al horno: mozzarella, napolitana, jamón y morrones, fugazzeta y porciones de fainá. El mozo Rubén Ruiz más tarde llevará y traerá bandejas: irán llenas y volverán con carozos de aceitunas y algún resto de borde. Antes de arrancar Rubén cuelga una bandera argentina en el fondo y los espera, como casi siempre: “Acá estoy, firme, desde hace 18 años. Es un orgullo recibirlos”.
Rubén es uno de los pocos que conocen esta historia más allá de los miembros del Apostadero. “Che, subalterno, pasame la napolitana”, se escucha. Duran muy poco sentados: después de comer unas porciones se levantan, cambian de lugar, arman ceremonias improvisadas, entregan medallas y pines. Y se abrazan. Se abrazan mucho. Este año fueron 25: Raúl Colque, Julio Romero, Adrián Campana, Ricardo “Bicho” Pérez, Gabriel “Pájaro” Asenjo, Adolfo Gaffoglio, Guillermo Gregorio, Juan Carlos Pereyra, Carlos Escalante Vila, Rodolfo Iañez, Adolfo Jurado, Osvaldo Corletto, Daniel Gionco, Julio Alberto Casas Parera, Eduardo Rivero, Hugo Zárate, Claudio Guida, Osvaldo Venturini, Fernando González Llanos, Marcelo Wolf, Héctor Berro, Alejandro Egudisman, Diego Pezzoni, Eduardo Munitz y Jorge Money. Han llegado a ser 40 en un ritual que une a personas muy distintas. La mayoría, conscriptos clase 1962 de diferentes orígenes, costumbres y estilos de vida. Hay un núcleo duro de asistentes. Pero sólo Claudio Guida y Daniel Gionco estuvieron en todas las reuniones desde que terminó la guerra.