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La escalera de mármol
De Jacobo Martín
“… fuimos terror, enfermedad, la noche para siempre”
Julio J. Leite
El profesor olfatea los largos legajos estirados ante él, buscando aún alguna clave que se le hubiera podido escapar. Una selva de informaciones, muchas de ellas rescatadas del olvido, ajadas por el paso del tiempo, probablemente tergiversadas al pasar de mano en mano, se despliegan otra vez ante él. Sintetizar –lo aprendió con el tiempo–, implica altas dosis de creatividad. Y su cabeza hoy ya no da para tanto.
El profesor se vuelve hacia su hija, que juega en el trasfondo del estudio.
—Papá, cuéntame otra vez la historia de la isla, y todo lo de los Omis y el Inri y todo eso.
Hacía 150 años que los Guam se habían instalado en la Isla del Sur, último trozo de tierra antes de llegar al continente polar.
Cuatro generaciones de científicos Guam se habían devanado los sesos intentando reconstruir los acontecimientos de los siglos previos a la Gran Hecatombe, que había liquidado la civilización de los Omis 200 mil años atrás: cómo habían llegado hasta aquí las diversas oleadas de ominoides, cómo era su vida. Tal vez más importante: cuáles eran sus motivaciones y aspiraciones, qué movía su espíritu, si tuvieron alguno.
La versión de los hechos más aceptada reconocía que la isla había sido poblada por la primera oleada de pre-Omis en el año 8000 AGH, poco después de la glaciación YXX22. Unos, navegantes precarios de origen incierto, otros adaptados a la tierra firme y emparentados con tribus de más al norte, presentes todo a lo largo del continente Sud-Guamericano. Pese a sus diferencias y a la desconfianza mutua que probablemente se profesaban, ambos tipos coexistieron sin mayores problemas, debido, es de suponer, a que sus nichos ecológicos no se solapaban de manera dramática: remadores y pescadores unos, cazadores-recolectores a pie los otros.
Malos vientos venidos de lejos vendrían a trastocar para siempre el statu quo y a precipitar la extinción de ambos. Una oleada de Omis, de características similares a otras detectadas simultáneamente en el registro arqueológico en otros puntos del planeta, llegó a la isla en torno al 400 AGH. En menos de 100 años, los pre-Omis habían sido aniquilados. En parte –se cree– por enfermedades infecciosas traídas por los recién llegados y a las que el sistema inmunitario de los pre-Omis no estaría adaptado. A sumar sin embargo la muerte intencionada, el acorralamiento y persecución con armas de tecnología superior, unido a la competencia desigual por recursos críticos como los pinnípedos, en el caso de los pre-Omis costeros.
Como en otros enclaves de todo el planeta en fechas cercanas, los Omis levantaron en el antiguo asentamiento precario una ciudad que creció exponencialmente, en detrimento del bosque circundante.
Hay un hecho que pronto llamó la atención de los científicos Guam: tras la desaparición de los pre-Omis, los Omis a menudo nombran accidentes geográficos, vías públicas y establecimientos de comercio, con vocablos que no provienen de ninguna de sus raíces lingüísticas, y que inequívocamente provienen de las razas exterminadas poco antes. Las pocas artes plásticas recuperadas de la época, en su mayoría pinturas murales, reflejan la misma paradoja: la civilización de los Omis convivía con multitud de símbolos que retrotraen a la civilización pre-Omi. Un análisis detallado de esos dibujos nos lleva a la conclusión de que los Omis sentían por la civilización que aniquilaron: empatía, admiración, tal vez una suerte de veneración. Al menos esa era la atrevida propuesta del Dr. Guam-lkhum, que encontró numerosas críticas.
De entre los oponentes a esa tesis, los argumentos del profesor Guam-Aknk fueron los más citados. Para este, la imitación, tal vez cabe decir reinterpretación de símbolos pre-Omis, no tenía nada de venerable: era por el contrario una apropiación de carácter ritual, similar al canibalismo que ha sido evidenciada en ciertas razas Omis de Guamáfrica central: la apropiación simbólica de la esencia del adversario vencido.
Las tesis de ambas escuelas convergían en –y se nutrían de– un mismo punto y de un marco mucho más amplio: el misterio del Inri, imagen omnipresente no solo en la isla, sino en la mayoría de los yacimientos Omis explorados en todo el planeta. Este inquietante ícono, repetido hasta la saciedad en todo tipo de formatos, representa un ominoide muerto o agonizante, exhibido –clavado de hecho– en dos tablones como una res sacrificada. El Inri hubiera sido, en opinión de los estudiosos del tema, un pre-Omi sacrificado por la incipiente raza Omi y transformado en ese momento en su sello iniciático, en una suerte de sublimación del sacrifico que consolida en un plano mítico el cambio irreversible de una visión del mundo a otra.
El debate en la sociedad Guam estaba servido: ¿eran los Omis “decentes” o “indecentes”? ¿Eran brutos ignaros, hábiles para las construcciones masivas pero por lo demás incapaces de pensamientos refinados? ¿Quizás habían recibido de otra civilización aún más ignota las habilidades de que patentemente carecían? ¿Podríamos aún, a estas alturas, saberlo? Si al menos pudiéramos preguntárselo. Por desgracia, quedan muy pocos Omis, y los supervivientes se nos muestran sumidos en una barbarie material y espiritual que no remite a supuestas glorias del pasado. Los Omis han olvidado el significado de sus símbolos impresos, y por supuesto, ya no saben generarlos. Su lenguaje de transmisión inmediata, de existir todavía uno, no ha podido ser decodificado por los Guam. Tal vez el abismo es demasiado grande, conceptualmente insalvable. En efecto, el sistema de comunicación química por antenas de los Guam no guarda ningún paralelo con la comunicación por ondas mecánicas transportadas por el aire, que supuestamente los Omis utilizan para comunicarse, teoría que el Dr. Guam-Undrkk –basándose en el diseño de los dos pabellones laterales que flanquean las cabezas de los Omis–, había defendido con relativo éxito una generación atrás.
Frente al supremacismo imperante en la sociedad y gran parte del mundo académico Guam, algunos investigadores querían ver en los restos omis signos de un cierto refinamiento. Decían éstos que la presente incapacidad para entenderlos nace de la ausencia de nexos o, dicho de otra manera, de la idiosincrasia y orgullo Guam, que le impediría apreciar con objetividad una inteligencia que se asienta en axiomas muy alejados de los propios.
Por último, estaba la escuela fundada por el profesor Guam-Kirué, nacida como un intento de superación y síntesis de los presupuestos anteriores. El profesor además experimentaba directamente con supervivientes Omis a los que mantenía en cautividad, lo que –como no perdía ocasión de resaltar–, lo alejaba de la mayor parte de los otros investigadores, meramente teóricos. En sus estudios, el profesor y sus discípulos aceptaban como punto de partida contrastado que los Omis habían poseído sentidos y sistemas de interpretación de la realidad impenetrables para los Guam, perdidos de hecho sin remedio, pues en su presente estado de barbarie era demasiado tarde para reconstruir la base intelectual y sensorial de la civilización Omi. La propuesta original de esta escuela, si bien para muchos es todavía mera opinión, es que la evolución cognitiva de los seres dotados de inteligencia en el universo avanza por un proceso mixto de construcción y, no en menor medida, de decrecimiento, renuncia o amputación. La cantidad de energía disponible a un ser vivo para mantener sus funciones vitales e intelectuales es limitada, de donde resulta que solo por la renuncia a una determinada facultad puede alimentarse substancialmente otra. En sus disertaciones, el profesor a veces hacía referencia a ese proceso evolutivo como la poda de un árbol, cada vez más erguido, sano y cercano a la fuente de la luz. Su metáfora favorita, sin embargo, título del exitoso libro homónimo, ilustraba el lento ascenso de las criaturas desde un sustrato salvaje, exuberante, frondoso, repleto de información y confusión, hacia etapas cada vez más prístinas, simplificadas en su diversidad y por ello más puras y definidas. Un lento ascenso de renuncia y purificación, desde el basamento amorfo y candente de los orígenes a la espiritualidad de los materiales fríos y nobles: la escalera de mármol.
Guam-Kiruelle, la hija del Profesor, va a visitar a la cobaya. Cuando está a solo dos metros de la jaula tiene que voltear la cabeza involuntariamente. En verdad la criatura apesta. Es el hedor característico de los Omis, que en un Guam genera la poderosa sensación de estar ante un ser profundamente apático y desconsiderado; chato en sus aspiraciones, sin vida interior.
Mirando atenta a la criatura –“su” criatura, tiende a veces a pensar– Guam-Kiruelle hace –ha hecho con anterioridad– un esfuerzo por superar esa barrera que, cargada con el romanticismo propio de su juventud, quiere considerar fruto del prejuicio. Ser capaz de encontrar algo guámico en la criatura y contradecir a su padre es su ambición secreta. Ha decidido utilizar con la Omi el único sentido bien desarrollado que tienen en común: la vista. Ha replegado y puesto en suspenso sus antenas lo mejor que ha podido, comunicándose con la Omi nada más que visualmente. La cobaya responde a ese gesto con esas amplias curvaturas de la boca, frecuente en los Omis, que nunca se sabe si es algún intento de mostrar deferencia, un reflejo defensivo, o simplemente gestos mecánicos nacidos de alguna azarosa convulsión orgánica interior.
Los Guam efectivamente cazaron a las últimas de estas criaturas que erraban por la desolada faz de la tierra. Qué otra cosa podía hacerse de ellas. Eran sucias, molestas, rapaces.
Guam-Kiruelle mira de nuevo con curiosidad a la niña Omi. Le maravillan en particular sus manos, con esos cinco dedos finamente articulados, rematados en cortos espolones. Míralas ahí, estas criaturas misteriosas, que levantaron enormes construcciones de piedra, metal y vidrio. ¿Por qué lo hacían? ¿Y cómo lo hicieron? ¿Fueron ayudados tal vez por alguna civilización exo-terráquea?, se habían preguntado las mentes Guam más febriles.
Viendo el agua salada que le corre por los ojos a la Omi, Guam-Kiruelle siente una gran extrañeza: tiene, sí, la poderosa sensación de estar asomada a un abismo de hondo significado, pero totalmente incomprensible para ella. Una cosa sí cree comprender con certitud y es que la teoría de su padre es bien correcta: cada nueva civilización queda cautivada por algún aspecto de la previa, que le resulta, al mismo tiempo, ajena y remotamente familiar. Un eco, una reminiscencia. Es un leitmotiv del progreso y de los tiempos –dijo su padre–, desde tiempos ya intrazables. En esta espiral, la civilización emerge cada vez más purificada, perdiendo en cada tránsito algún sentido superfluo que lastraba el ascenso a una visión cada vez más cristalina, desprovista de atributos innecesarios.
Otros Guam, por el contrario, minoritarios, sostienen que no hay ganancia, sino pérdida irreparable, en el proceso. Pero no son considerados muy en serio, ya que no pueden explicar fehacientemente a sus compañeros Guam qué es eso que ha podido perderse. Invocan con las manos y las antenas infinitas metáforas, parábolas. Vaguedades de las que ni ellos mismos están bien seguros.
Al caer la tarde desde los ventanales de mármol, Guam-Kirué contempla el dibujo que su hija acaba de terminar, un retrato de la niña Omi antes de morir esta en su celda. Un retrato que se tornaría célebre años después.
Camino de sus quehaceres, una adulta Guam-Kiruelle contempla la imagen de la niña Omi, reproducida en un amplio muro de la ciudad por un renombrado artista. Al pasar cada día se pregunta qué quedó allí arriba, en el gesto en la pared. A veces, viendo el mural, siente de nuevo la misma sensación inexpresable que sintió cuando estaba junto a ella pergeñando en su cuaderno los gestos postreros de la criatura. Es como un motorcito que se prende dentro, muy tenue, un ronroneo, un algo, que enseguida calla, pero que por un ínfimo instante pareció querer abrirse como un portal a un universo ignoto de violencias, de fragores insospechados. Pero enseguida el vórtice se cierra y el rumor de un incendio muere en una simple pavesa.
El rostro en la pared parece mirarla al mirarlo de vuelta. ¿Qué significan entonces esos dedos crispados, esa convulsión contenida que arruga el joven rostro, que parece abrir un pozo en las pupilas y la boca desmesuradamente abiertas, esas avenidas de agua que se anuncian, que corren ya, por la comisura de los ojos de la jovencísima Omi? Muchos otros se lo han preguntado en silencio. ¿Qué significan todos esos signos captados por el artista y por qué nos resultan tan atrayentes? Nunca lo sabremos.
Algunos pocos, como Guam-Kiruelle, creen que debe al menos quedar el testimonio, de eso que se ha perdido. Al menos el testimonio.
Para los demás, la incógnita es sumamente estimulante, y decora los muros de la modernísima Guamcity33_C como ninguna otra cosa.
Fin
Jacobo Martín nació en Madrid, España, en 1973. Desde 2014 reside en Ushuaia, Tierra del Fuego. Desde temprana edad observa con cara de pasmo el mundo y todo lo que en él se mueve o reposa, intentando entender, maravillado por la diversidad en la unidad y la unidad en la diversidad. Se dedica profesionalmente a la oceanografía.
Fede Rodríguez
