Adaptación de una leyenda del pueblo yagán.
En una playa del Onashaga, una niña encontró una roca con forma de bebé y se puso a jugar con ella. La abrazaba, la cuidaba y la apoyaba contra su pecho infantil para amamantarla. Lo que la pequeña no sabía es que las piedras, paridas por los volcanes y forjadas en las entrañas de la tierra, son anteriores a los hombres y esconden poderes.
Días después, la roca cobró vida y comenzó a crecer: aparecieron los dedos, el cuello se estiró y las piernas se pusieron gruesas. Los labios y los dientes de piedra desgarraron el seno de la joven madre adoptiva. Mutilada, la niña murió en la playa. Los yámanas, horrorizados, arrojaron la roca viva en aguas profundas, esperando que desaparezca para siempre en el mundo silencioso de los peces, pero el bebé nadó hasta la costa con asombrosa velocidad.
La criatura fue creciendo hasta convertirse en un gigante invencible: atacaba las canoas, arrancaba árboles, mataba a los hombres y secuestraba mujeres para hacerles hijos.
Una tarde, juntando hongos en el bosque para alimentar a sus crías, se clavó en el pie, entre las grietas de las rocas, una filosa astilla. Debajo de las frías piedras su cuerpo era de cálida y sensible carne. Las mujeres que tenía esclavizadas removieron el agujero para sacar la gruesa astilla y el gigante se desmayó de dolor. Aprovechando el momento, hicieron un círculo de ramas secas alrededor del monstruo y lo prendieron fuego. Se levantó enfurecido, gritando por su boca sin idioma y sin risa, e hizo temblar la tierra.
Un hombre pequeño, experto en armas, le disparó flechas en los ojos y lo cegó. Varias lengas enormes cayeron sobre su cuerpo y se partió en mil pedazos. Cada pedazo de roca se convertía en un pequeño bebé. Las mujeres los recogían y los arrojaban al fuego. De repente se escuchó una explosión: el corazón del gigante de piedra estalló en abundantes esquirlas que volaron como puntas de flechas empapadas en sangre.
Desde ese día los nómades del mar enseñan a sus hijos a no jugar con las piedras porque fueron las primeras armas y pueden transformarse sin sentir dolor.
Fede Rodríguez
Ilustración: Germán Pasti
(del libro Leyendas de la Tierra del Fuego
De Pasti, Hirsig y Rodríguez)