Desde el vientre del mar austral brotan oscuros pobladores de las profundidades sin nombre. Llevan años aterrorizando a los pescadores, hundiendo barcos y dejando huesos rotos esparcidos por las playas. Emergen del agua salada, con sus ojos vidriosos abiertos y saltones, en noches donde se puede ver con mayor claridad ciertas constelaciones, para disputarle al Caleuche los cuerpos de todos los naufragios. Ningún testigo pudo olvidar el ruido terrible de las mismas branquias por donde respiran; la terrible contracción de las branquias cuando alzan la cabeza para adorar a la luna.

Después de descifrar unas viejas cartas marinas y unos antiguos grabados en las rocas de las costas del Cabo Domingo, el padre Zink tomó su escopeta y se acercó a las aguas, para esperarlos. Fogonazos en la profunda y helada noche, olor a sangre de pescado, revoltijo de entrañas y tripas, gusto a pólvora en los labios.

A la mañana siguiente, el sol y el viento del mar fueron resecando esos cueros escamosos y resbaladizos, esos cuerpos muertos, cubiertos de algas.

 

Arte:  Diego Perez
Narración: Fede Rodríguez

 

Fragmento del libro Zink City – Próxima edición

 

 

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