La tradición de armar el árbol de Navidad el 8 de diciembre es seguida por las familias argentinas desde hace cerca de 200 años. De Gran Bretaña cruzó a los Estados Unidos, y de allí a América Latina.

En la Argentina se armó por primera vez en 1807. En diciembre de ese año, un irlandés que deseaba recordar las costumbres de su país, decoró un pino en una plaza pública.

El primer recuerdo que tengo de la Navidad son unas luces de colores con forma de personaje de enano de Blancanieves. No sé por qué, ni siquiera puedo recordar cuántos años tenía, solo recuerdo a los enanos en el living de piso de madera, allá, del otro lado del puente, donde la ciudad nació.

Después de haber habitado varias casas antes, vivía con mi familia en la casa “de gerencia” del Frigorífico CAP; ya existía el puente General Mosconi y el paso hacia “el pueblo” era mucho más rápido y fácil. Se habían acabado los viajes interminables por José Menéndez, lidiando contra el barro, el hielo o el polvo en suspensión, dependiendo de la época del año. Para ese entonces ya éramos 6 hermanos y un perro. Boomer, como el personaje de la serie de televisión.

No estoy segura de cómo era el árbol, qué color eran las guirnaldas o cómo estaba armado el pesebre, pero cierro los ojos e inmediatamente veo a los enanos iluminando la boca de la chimenea.

Mi papá hacía asados en la chimenea. Se las había ingeniado e instaló una parrilla que usaba –estimo yo– cuando hacía demasiado frío para hacer el asado afuera. La casa tenía un patio inmenso y más tarde tuvo un galpón que ayudó a construir mi abuelo.

La Navidad siempre fue especial en mi casa, aun cuando mi familia no tenía una estrecha relación con la fecha a nivel religioso. Mis padres tuvieron una premisa que nos inculcaron y que todos mantenemos al día de hoy: “que nadie pase la Navidad solo”.

En mi casa se compartió (y se comparte) la cena de Nochebuena con la gente más diversa. Personas solas, familias enteras. Conocidos de años, absolutos desconocidos. Padres, hijos, amigos que se convirtieron en hijos, amigos que nunca volvimos a ver. Y siempre, pero siempre, los enanos de Blancanieves.

A veces los regalos se multiplicaban y al final de noche la montaña de papeles alcanzaba las dimensiones del Monte Olivia y en otras ocasiones los obsequios venían en forma de vales canjeables en algún futuro incierto. Todavía guardo en mi billetera un vale por un Fiat Uno, de 1998.

Cuando llegan las fiestas decembrinas es inevitable que empecemos la retrospección, el análisis, el balance. Hablamos de concordia, de reconciliación, de tolerancia y suena el amor casi casi como si fuera 14 de febrero. Quizás la solución a todos nuestros problemas es que diciembre dure todo el año.

Veo a mi mamá, maestra de música en la escuela 4, cuando la escuela 4 todavía era una escuela rural, adentrándose en la aventura de la cocina –créanme, no deben conocer a ninguna cocinera peor que mi madre– y todos nosotros huyendo de sus intentos.

Trato de recordar de dónde salieron las luces de enanos pero no encuentro esa respuesta en mi cabeza; de a ratos apuesto a que en realidad nadie de la familia lo sabe a ciencia cierta. Pero esas luces se han convertido en símbolo, en todo aquello que siempre quisimos ser. Señal del paso del tiempo, pero de una unión inquebrantable. Cada 8 de diciembre, cuando en mi casa paterna se arma el árbol de Navidad, el centro de atención está puesto –no sin algo de nervios– en descubrir si este año siguen funcionando.

La vida se va convirtiendo a lo largo de la experiencia en una suma de esos símbolos. Los encontramos en la familia pero también en los amigos, en los compañeros de estudio, en los colegas de trabajo, incluso en gente con la que tenés contacto una sola vez en toda tu existencia. La Navidad también es un poco eso, aunque no seas creyente. El ritual de la reunión, el encuentro, la complicidad y el corazón abierto exceden cualquier símbolo religioso.

Más de 30 años después y de este lado del río, mi casa paterna es solo habitada por mi padre. Sus seis hijos hemos formado nuestras propias familias y mi mamá, como dice la canción de los uruguayos de No te Va Gustar, se transformó en una foto en un rincón, con la que sueña con encontrarse arriba.

El viernes la ceremonia se repitió, como cada 8 de diciembre. El árbol abandonó su caja para coronar la ventana más grande, la que da a la calle para que las luces y los adornos se vean desde afuera. Se colgaron los adornos y se desplegaron las guirnaldas. El ambiente se llena de brillos, cables enredados y figuras que nadie sabe de dónde provienen. La risa se contagia como se contagia el espíritu. Nadie entiende bien por qué, pero la esperanza se renueva.

La lista para la mesa navideña va creciendo y se organizan las tareas para el 24 y el 31. Se deciden las compañías y el menú, se distribuyen recetas y se asignan lugares, pero de repente, todo se detiene. Ahí están las luces navideñas con forma de enano de Blancanieves, ha llegado nuevamente la hora descubrir si este año también nos acompañan. No combinan con nada y a esta altura todos asumimos que son feos, pero nada sería lo mismo sin ellos iluminando la chimenea.

Encienden. La risa se comparte y las fotos viajan por todos los sistemas de mensajería. La eternidad se dibuja en ese plástico viejo y despintado: si ellos están ahí, significa que nosotros también estamos. Y si nosotros estamos significa que la historia que compartimos sigue intacta. El relato pasa de generación en generación y se va convirtiendo en sabiduría popular.

Comenzó oficialmente la época alocada del fin de año y con cada encuentro fortuito aparecen los deseos extendidos hasta 2018. Y si yo tuviera que desearles algo, sin duda alguna anhelaría que cada uno cree sus historias propias, que añoviejo no sea solo un cúmulo de garrapiñadas y vitel toné, sino que aparezcan las ganas de estar dónde y con quién.

En suma, deseo menos tristeza y más luces de Navidad con forma de enanos de Blancanieves.

 

María Fernanda Rossi

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