Hace algunos días en EL ROMPEHIELOS hablábamos de la nueva etapa artística de Lautaro Asat, el pequeño pintorcito que deslumbró a propios y extraños y se ganó la aprobación, el liderazgo y una especie de abuelo postizo con el reconocido artista Carlos Regazzoni.
Silvia y Cristian, los padres de Lautaro, decidieron transformar su propia casa en una galería de arte y como sabían que una galería dentro de una casa era algo que se destacaba como novedoso, hicieron todo lo posible porque esta muestra fuese lo menos previsible posible.
El viento es el rey y el mar quiere quitarle constantemente la corona. Con el marco de una naturaleza portentosa se abren las puertas de Mi Casa Galería. El antes y el ahora se despliegan por cada pared que hay disponible. No hay silencio. No hay trajes. No hay críticos de revista. En esa casa, en la que el sol se cuela caprichoso por cada ventanal, solo hay un artista y su obra.
El artista se olvida de su protagonismo y, a pesar de que todos preguntan por él, se lo ve ocupado tomando su rol principal en esta muestra: siendo un niño. Corre, se ríe con tantas ganas que provoca reírse con él, se desprende de la pesadez de cualquier protocolo ridículo y se sacude de las relaciones públicas que no le interesan en lo más mínimo. Está cómodo porque está en su casa, y en esa casa la idea es que todo aquel que entre alcance el mismo estado que Lautaro.
El público se multiplica ante la sorpresa de los anfitriones: “esperábamos solo algunos amigos y conocidos”, dice Silvia mientras calienta agua que en los minutos siguientes se transformará en varias cebaduras que darán vuelta alrededor de la obra.
Galletitas de chocolate, algunas medialunas, bombones, obleas, caramelos masticables, cremonas y bizcochitos de grasa de acomodan como bailarinas de ballet en la mesada de la cocina, cocina que se ha transformado en el refugio de los más cercanos y que de a poco llama la atención a los visitantes esporádicos.
En un rincón, sentada hecha literalmente un bollito, sin sacarse los auriculares, una adolescente demuestra como puede que no quiere estar ahí. Los curiosos se preguntan, suenan algunas cámaras de fotos, en poco tiempo dejará de ser el centro de la escena, pero volverá.
“Queremos que vengan a ver lo que no van a ver en ningún lado”, dice Cristian apenas después de despedir y agradecer la visita del ministro de educación de la provincia, Profesor Diego Romero, quien se aleja de la Casa Galería no sin antes expresar lo sorprendido que está con el pequeño autor.
El ambiente relajado le ha permitido al funcionario recorrer cada espacio sin que su presencia sea protagonista.
Sigue llegando gente. Los más chicos se suman a Lautaro y corren fuera de las instalaciones. El viento les hace competencia pero no se intimidan; la temperatura, a pesar de todo, resulta perfecta para disfrutar del deck al aire libre.
Mientras tanto aparece Florencia, que apenas asoma a una sutil adolescencia. Curiosa y sin miedo de preguntar se convierte en la entrevistadora de la cronista. Quiere saberlo todo. Después de trabajar arduamente en toda la papelería concerniente a la obra, está decidida a alcanzar sus propios objetivos. La crónica y la narrativa la tienen tan atrapada que lejos de querer soltarse, se afirma a ellas con una fuerza abrumadora.
Habla de Galeano y de Pescetti con la misma intensidad, cual buscador de metales que no deja de sonar en una playa, Florencia suena incesantemente con cada disparador que detecta. Títulos, imágenes, historias, mitos. Todo forma parte de un puntapié inicial maradoniano que dará paso a su próximo relato.
Mi Casa Galería despide Una vida menos, pero está lejos, muy lejos, de volverse una casa común. El espacio sediento de innovación acumula ideas. Como si sus paredes fueran las que van tramando la próxima muestra, como si sus pisos fueran los que esperan los próximos pasos.
Pasos que se ven descalzos. Aquella muchachita que bufó enardecida ante la visita obligada, encontró en el abrazo distinto de este arte un espacio que le permitó correr sobre la arena, mojar sus pies en las ventosas olas y pisar al desnudo la madera. Las zapatillas pasaron a ser parte del montaje y ella sin advertirlo se amalgamó con el paisaje.
Cae la noche en El Murtillar, se van los últimos visitantes y los Asat bajan rápidamente de la carroza, sin ningún temor a que se vuelva calabaza. Mañana la despiadada rutina pondrá nuevamente a cada uno en su lugar. Los asistentes dejarán de ser críticos de bolsillo, el artista volverá al banco de su escuela, Florencia buscará más inspiración en el celular de su mamá y el matrimonio dueño de casa cumplirá con sus obligaciones laborales.
La que nunca volverá a ser la misma es la casa, que arremete y se abre paso como si fuese un arado surcando tierra fértil, sabiendo que allí donde se deja caer la semilla, la fuerza de la naturaleza hará el resto. La regará el agua, el sol le dará calor y el viento fortalecerá las raíces que eche.
En sus habitaciones dormirán personajes únicos, en su cocina se elaborarán las mejores historias, en su living reposarán las ideas innovadoras y en su comedor se alimentarán los nuevos desafíos. Es una casa, un inmueble, un objeto inanimado, pero de alguna extraña manera, cuando uno se aleja y espía por el espejo retrovisor, ve que se le dibuja una sonrisa.
María Fernanda Rossi
Foto: Facebook Subsecretaría De Industrias Culturales