Oscar “Mingo” Gutiérrez (Río Gallegos, 28 de marzo de 1953) es un periodista y escritor argentino conocido por sus valiosos aportes sobre la historia social fueguina.

 

Primera parte:De cómo me hice escritor “

-¿Cómo comenzó tu relación con los libros?

Comencé a una edad temprana a leer, pero me costó mucho. En esa época vivíamos en Chile. Emigramos de Río Grande por razones políticas.

-¿Vos naciste en Río Grande?

Yo nací en Gallegos. Por cinco años emigramos, en el ´55, porque a mi padre le sacan la libreta de estibador. Él era integrante de la CGT; era gremialista. Entonces fuimos a parar a Punta Arenas y allá comencé mi escolaridad.

Tenía grande dificultades para aprender a leer y a escribir. Mi padre me leía historietas, la revista OK, una revista que salía semanalmente. Tenía buena memoria. Yo solía repetir lo que él me leía, pero estaba lejos de agarrar un libro y comenzar a leer. En un pueblo como Río Grande no había muchas cosas para leer, como no sean historietas o revistas.

-¿Había biblioteca en tu casa?

En mi casa eran muy pocos los libros. Mi primer libro fue Buffalo Bill de William Cody, editorial Robin Hood. Ese libro me lo regala mi padre, cuando yo ya aprendo a leer, después de una gripe con mucha fiebre. Eso y dos revistas “Bucanero”, revistas de piratas. Yo vivía en esos mundos de la aventura y la ficción cuando era niño.

Por otro lado, yo sabía que existían los libros de hadas, pero nunca tuve mucho acceso a esos libros. Una vez que mi padre viaja de Punta Arenas a Argentina (estaba buscando mejor trabajo; él era chileno, pero pasó la mayor parte de su vida aquí) le encargué un libro de hadas. Y no. Volvió con la noticia de que íbamos a emigrar a Río Grande, un lugar donde él tenía mil historias para contar porque había transitado toda su juventud. En esa época tenía 48 o 49 años, y acá había llegado con 20 años. Entonces me olvidé de los libros de cuentos de hadas y llegué a Argentina donde me hice lector de todo lo que había en una pensión – la pensión “Colo-colo” que funcionaba en Alberdi esquina Espora, frente a la entrada al Gimnasio Miguel Bonicelli –, y era propiedad de unos tíos. Ahí, en una mesa grande, cuando se almorzaba se tiraban todas las revistas que había para leer, de la revista “Goles” a la revista “Variedades”, fotonovelas, revistas españolas, “Familia cristiana”… Uno llegaba y leía.

Cuando a poco de estar en Argentina se detecta mi miopía, ingreso a una categoría de discapacitado: ya no podía jugar al fútbol, por ejemplo; existía el riesgo de que me cayera, de que se rompieran los anteojos. En esa época no había oculista cercano; había que ir a Comodoro o Punta Arenas. Me cuidaba todo el mundo de que no se me rompieran los anteojos. Me convertí en discapacitado, y, entonces, me hice lector. (Risas)

Recuerdo que, por alguno u otro motivo, la famosa biblioteca Schmidt siempre estaba cerrada. La librería del colegio salesiano te brindaba algunas posibilidades… Yo era una persona que cuando comenzaba el año ya leía el libro de lectura, el libro de biología, los manuales… El Manual del alumno bonaerense de Kapelusz lo leía entero… En el secundario me leía los nueve libros, el de física, el de psicología… Yo era lector de lo que cayera bajo mis manos.

Cuando me toca ir a estudiar a La Plata y elijo periodismo (la otra opción, en su momento, era agrimensura), ya me convierto en un lector de todo… Tenía compañeros de pensión que eran crónicos. Yo fui a estudiar en el ’71 y había algunos que estaban desde el ’55, y no se habían recibido de nada. Había uno que era farmacéutico y tenía una biblioteca hermosa pero desordenada que yo solía visitar. Ahí me hice lector de cuentos, de ciencia ficción. Así que fui durante mucho tiempo lector.

Escribía dentro de la práctica periodística y la técnica periodística. Al volver a Río Grande, en un año no muy fácil, en el ’76, me hago escritor de las cosas cotidianas. Un poco por insistencia del padre Juan Esteban Belza, quien comienza a aparecer como una figura que interpreta la historia de este lugar, y nos pide a los que estábamos en Río Grande, que seamos testigos, a través de nuestra escritura, de las cosas que se estaban perdiendo, de los usos y las costumbres. Decía: qué bueno sería que alguien escribiera sobre el botero, que alguien escribiera sobre un esquilador, sobre la gente y la pesca, la playa, las tareas del frigorífico… Porque la historia que tenemos es una historia muy solemne en Tierra del Fuego: la historia de los marinos, escrita por los marinos; la historia de los curas, por los salesianos; de los anglicanos, por ellos mismos… Todo así. Con el tiempo eso me dio pie a ir cayendo en el mundo de la escritura, llamémosle, local. Y me hice escritor de temas locales.

 

Fede Rodríguez

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