“Turismo & Naturaleza” es una serie de relatos de aventura que invitan a explorar paisajes fueguinos desde adentro.
Los secretos de la Senda Costera
Cuando hacemos un trekking resulta habitual dejarnos atrapar por los imponentes paisajes y pasar por alto algunos detalles que pueden resultar muy interesantes. No son pocas las veces que, por mirar una cumbre o un atardecer encendido, tropecé con una raíz y estuve a punto de degustar abruptamente el sabor de la madre tierra. Pero, más allá de las resbaladizas raíces, hay muchísimas curiosidades que se nos escapan. Por eso salimos a caminar por la Senda Costera, en el Parque Nacional Tierra del Fuego, con un guía que la recorre incontables veces todos los años y nos ayudó a descubrir muchísimos secretos, algunos de los cuales contamos a continuación.
Ensenada Zaratiegui – Foto: Franco Baldinelli
El sendero comienza en Ensenada Zaratiegui, que debe su nombre al Capitán del remolcador Guaraní naufragado en 1958 en ocasión de un viaje a la Antártida, y termina en el cruce de rutas a pocos metros del centro de visitantes Alakush. Caminamos los primeros pasos hacia el oeste por la playa, que deja ver unas rocas de llamativo color verde producto de un componente llamado esquistos verdes. Rápidamente la senda se interna en el bosque, iniciando la secuencia “costa – bosque” que se repetirá constantemente a lo largo de los ocho kilómetros de recorrido.
El camino se abre paso como un túnel a través del denso bosque hasta el primer claro en donde apreciamos muy claramente un conchero yámana con una vista privilegiada del Canal Beagle. Estos sitios, que evidencian la presencia de los pueblos originarios desde hace al menos 6000 años, se encuentran en gran cantidad a lo largo de todo el litoral del Parque Nacional, debido seguramente a que sus costas cumplían con las características ideales para acampar y desembarcar con sus canoas construidas con corteza de guindo. Nunca puedo evitar un pequeño estremecimiento cuando pienso en las familias yámanas que han buscado refugio en este mismo lugar miles de años atrás. ¿Cuántos atardeceres habrán visto desde esta misma ubicación? ¿Cuántas veces se habrán refugiado cerca del fuego en su choza armada exactamente en el centro del conchero? Casi me los puedo imaginar conversando acerca de una cacería exitosa, de una llovizna constante o de la enorme y extraña embarcación con hombres blancos a bordo que había sido avistada ingresando al Onashaga proveniente desde Wulaia.
Concheros – Foto: Franco Baldinelli
Dejamos atrás los trucos de la imaginación antes de que nos afecten con la amargura de un inevitable pasado trágico y seguimos caminando para descubrir unas llamativas bolitas color verde y rojo adheridas a las hojas de una lenga. A primera vista parecieran pequeños frutos, pero en realidad se trata de agallas, que son una reacción del árbol ante la presencia de un parásito, que en este caso puede ser una pequeña mosca o avispa. Dentro de la agalla el insecto recibe protección y alimento hasta que crece y la abandona. Seguimos caminando reflexionando acerca de lo beneficiosas que pueden ser las prohibiciones algunas veces, ya que al no estar permitido extraer frutos de los árboles dentro del Parque Nacional, más de un “probador compulsivo de frutos del bosque” se ahorró la ingrata experiencia de comer varias agallas con sus insectos dentro.
Agallas
Luego de casi tres kilómetros de caminata nos encontramos en una amplia bahía con restos de lo que fue el aserradero Lombardich, que funcionó allí desde 1940 hasta 1954 cuando un incendio atacó las instalaciones. Más tarde fue trasladado a la zona del río Pipo por donde hoy transita el Tren del Fin del Mundo. Antes de la creación del Parque Nacional en 1960 hubo varios emprendimientos dentro de sus actuales límites; como una carbonera, una fábrica de conservas, una estancia, otro aserradero en Lapataia y hasta un club de pesca en la Isla Salmón, en la desembocadura del lago Acigami.
Restos del aserradero Lombardich
Una familia de caballos se alimentan con las tiernas hierbas impidiendo que la vegetación vuelva a crecer y modificando el paisaje original manteniendo el pasto al ras del suelo con un aspecto parecido al de un campo de golf. A los ojos de cualquiera el lugar se traduce en la mente como un sitio de incomparable hermosura, pero es interesante detenerse a pensar en cómo los estereotipos de belleza instalados en nuestro cerebro celebran un paisaje modificado por una especie introducida. ¿Por qué un sitio con el pasto cortito y casi sin vegetación nos parece más bello que el mismo lugar cubierto de calafates, mata negras o altas lengas?
Caballos Pastando
Subimos una lomada para aprovechar uno de los puntos panorámicos desde donde mejor se aprecia el paso Murray, que separa a las islas Hoste y Navarino. Por allí se cree que ingresó la primera nave europea que transitó el canal alrededor del año 1830. Se ve claramente cómo los efectos de los glaciares impactaron de manera diferente las dos islas. Al Este, Navarino fue en gran parte cubierta durante las últimas glaciaciones, por eso su aspecto es mucho más redondeado, mientras que las cumbres de la isla Hoste, al Oeste del Murray, se ven escarpadas porque se presume no fueron sobrepasadas por las masas de hielo.
Isla Hoste – Foto: Franco Baldinelli
Casi sin notarlo ingresamos a bahía Lapataia recorriendo su costa Norte para conseguir una perspectiva nueva del lugar. Aunque no se llegan a ver, del otro lado del cuerpo de agua se intuyen las pasarelas y el fin de la Ruta 3. La Cordillera Darwin y sus cumbres nevadas se ven con claridad entre el cerro Cóndor y el Mesa Real.
Bahía Lapataia, Cerro Cóndor y Cordillera Darwin
Nuevamente ingresamos al bosque y el silencio se convierte en nuestro mejor aliado para poder encontrar los carpinteros que, con sus fuertes golpeteos, denuncian su posición en lo alto de los árboles. Este último tramo de la caminata transcurre a través de lo que parece ser un bosque viejo, y tal vez por eso tengamos más posibilidades de encontrarlos buscando gusanitos en los añejos árboles. Es normal que las lengas comiencen a pudrirse desde la parte interna del tronco cuando aún están en pie, acelerando el lento proceso de descomposición cuando finalmente se debilitan y caen al suelo. De repente el sonido del martilleo se empieza a oír y divisamos dos machos, con la cabeza colorada y una hembra, casi totalmente negra.
Carpintero Magallánico – Foto: Franco Baldinelli
Con el cuello casi entumecido de tanto mirar hacia arriba, continuamos caminando por el bosque recorriendo ya el último kilómetro que nos llevará hasta el restaurante Alakush. Acostumbrados a salir solos, disfrutamos de la nueva experiencia descubriendo un lugar de una manera diferente. Caminando a un ritmo muy tranquilo nos tomó cerca de cuatro horas de caminata durante la cual pudimos interpretar la naturaleza y la historia del lugar de la mano de un guía apasionado por lo que hace. Conocer el entorno que nos rodea con mayor profundidad ciertamente nos ayudará a valorar mejor el lugar y tal vez tengamos la oportunidad de cuidarlo mejor.
Damián Villalón, licenciado en Turismo en la Universidad Nacional de Lanús (UNLa).
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Foto de portada: Valentín Casablanca