“Viajar a la Península Mitre es como entrar en una cápsula del tiempo”, decía Cristian Lagger, desde un velero que se bambolea en las aguas del Canal Beagle, y se emociona frente a la cámara. No es para menos, Cristian vivía su primera expedición científica a bordo de “La Delgada Línea Azul”, desarrollada por un equipo de investigadores y buzos argentinos. A lo largo de las principales bahías de Península Mitre, en el extremo final de Tierra del Fuego, bucearon algunos sitios nunca antes explorados.
Cristian es biólogo marino, buzo profesional científico y explorador de National Geographic. Cuando tenía 17 años, dudaba entre ser buceador profesional o biólogo. Hoy encontró la manera de seguir sus dos pasiones, se volvió experto en fotografiar a los primeros animales que colonizan en el fondo de los mares fríos cuando un glaciar desaparece
Cristian mira de cerca cómo la vida marina se reordena desesperadamente mientras los hielos polares se derriten como consecuencia del cambio climático. Esta no es la primera expedición a Mitre. Charles Darwin se fascinó con la exuberancia de los bosques sumergidos de algas gigantes durante su célebre viaje por el Beagle.
Cien años después, científicos chilenos y norteamericanos llegaron a las costas de la Península para estudiar sus macroalgas, como le llaman a estos gigantes, por primera vez. En el año 2020, una expedición del equipo de Pristine Seas estudió las mismas zonas e hizo un descubrimiento esperanzador: la Península Mitre era uno de los últimos lugares del planeta libres del impacto del hombre.
La expedición
La expedición argentina estaba planeada para salir desde Ushuaia el 2 de febrero de 2021, pero como dicen los navegantes, “el clima decide todo”. Un día antes de partir, Cristian y el equipo se reunieron en la casa del capitán de uno de los veleros. Una ronda de sillas, mates y medialunas compartían la mesa con una computadora que mostraba los siguientes seis días con vientos de más de 40 nudos.
En esas condiciones, el viento agita las aguas de manera arrebatada y en la superficie del agua se acumula espuma sobre las olas, los corderitos. El buceo científico requiere aguas calmas y no revueltas, tiempo para contar algas y distinguir especies. El veredicto fue unánime: para poder estudiar el mundo subacuático de la península tendrían que esperar seis días hasta que el viento amainara.
“La Península Mitre es uno de los últimos lugares del planeta libres del impacto del hombre.”
El pronóstico satelital mostraba una ventana de buen tiempo que iba a durar al menos una semana. Llegar a la Península Mitre no iba a ser fácil, sus incansables vientos la mantienen como uno de los lugares más inhóspitos del planeta. Llegar a vela a sus costas rocosas requiere la maestría de navegar contra los aullantes cincuenta, vientos tan voraces que los marineros les han puesto nombre y sonido a esas latitudes.
La historia de los numerosos naufragios en las costas de Mitre está poblada de misterio, decenas de embarcaciones perdieron el rumbo en sus aguas. Cuentan algunas historias perdidas que hubo náufragos sobrevivientes que interactuaron con los Haush, la última comunidad aborigen que habitó la región, cazadores recolectores de las costas, bosques y turbales de Mitre.
Eran las 11 de la mañana, Cristian preparaba el tanque de aire y estudiaba especies de estrellas de mar en una planilla con fotos plastificadas. Faltaba una semana para la expedición y el equipo de biólogos buceadores ensayaba cómo serían los muestreos subacuáticos en los bosques de la península Mitre.
Trabajo en equipo
Contar macroalgas no es una tarea sencilla: hay que hacer una transecta abajo del agua. Parte de la práctica de todo estudiante de biología, una transecta es un método donde siguiendo el recorrido de una línea en el terreno, se cuenta todo lo que se observa a su alrededor. Mientras que hacer una transecta en una selva amazónica o en una pradera contando y midiendo plantas se vuelve rutinario, casi meditativo, una transecta subacuática requiere un concertado trabajo en equipo
A diferencia de la selva amazónica, el tiempo prima: hay tanques de aire que limitan el tiempo bajo el agua. Esa mañana en el ensayo, Cristian y el equipo se agruparon en parejas de buzos: un experto en algas y uno en animales marinos. La misma transecta fue recorrida por dos equipos, y esperaban que las observaciones fueran casi idénticas.
“La expedición fue un verdadero gran hermano.”
Cuando salieron del agua, compararon las planillas y el talento para identificar especies bajo el agua contrarreloj. Estaban contentos, vieron la misma cantidad de erizos de mar que el otro equipo. La expedición iba a salir bien. Cuando los vientos calmaron, la expedición partió con dos veleros, dos equipos y dos objetivos. El equipo era nuevo, nunca habían hecho expediciones juntos, no se conocían.
Ahora tenían que pasar siete noches en un velero de 12 metros, las 24 horas del día. “Fue un verdadero gran hermano”, contaba Cristian unos meses más tarde, recordando los vinitos compartidos después de lavar los platos y repasar los planes de buceo para el día siguiente.
En la embarcación Pic La Lune, iba el equipo encargado de estudiar al huillín, una especie de nutria nativa de la Patagonia en peligro crítico de extinción. El otro velero, el Ksar, llevaba al equipo experto en bosques de macroalgas: Cristian con su experiencia en la Antártida y cuatro biólogas especialistas en las algas de Tierra del Fuego y la fauna que vive en ellas.
Al mando, iba el capitán Atilio, un navegante avezado, que le compró el velero al dueño del Calipso, el legendario barco que llevaba a Jacques Cousteau -y a toda su audiencia- a conocer el mundo submarino. Los bosques de macroalgas son lugares únicos en el mundo. Pocos buzos han tenido el privilegio de nadar entre algas altas como árboles de 15 metros, que dejan la luz del sol pasar haciendo efectos de colores, como los vitraux de una catedral.
Estos bosques cumplen muchas funciones importantes: son refugio de fauna marina, protegen las costas de la erosión de las olas, y son parte de una red global de macroalgas que dan batalla contra el cambio climático: verdaderas máquinas marinas que remueven carbono de la atmósfera.
Sin embargo, a pesar de albergar nada más ni nada menos que el 50% de los bosques de algas de la Argentina, la Península no es un área protegida. La comunidad de Tierra del Fuego reclama su conservación desde hace más de 20 años, y las amenazas son inminentes: polución, sobrepesca, potencial cosecha comercial del alga y olas de calor ocasionadas por la crisis climática.
La protección de la Península Mitre aseguraría algo más que los bosques prístinos de macroalgas. Hoy, la Península y sus aguas circundantes constituyen un espacio a la deriva entre el Parque Marino Diego Ramirez-Paso Drake de Chile, y el Área Marina Protegida Yaganes, perteneciente a la República Argentina.
“A pesar de albergar nada más ni nada menos que el 50% de los bosques de algas de la Argentina, la Península Mitre no es un área protegida.”
Los resultados de esta expedición documentaron la importancia de preservar esta región que, junto a estas dos áreas protegidas, forma un corredor marino para cientos de especies, más allá de las fronteras geopolíticas.
La primera inmersión de la expedición fue en Bahía Aguirre, y era la primera vez que Cristian se enredaba entre las enormes algas sin poder creer la suerte de explorar un lugar tan remoto. El último día de buceo en Bahía Sloggett, lo sorprendió la compañía curiosa de un grupo de lobos marinos, que imitaba las burbujas del buceo resoplando con sus hocicos.
A Mitre, la salvó el aislamiento
Sus bosques de macroalgas y los kilómetros eternos de turba húmeda, las hojas de rojo encendido de los guindos y los erizos negro oscuro, sus troncos de lenga petrificados y las hojas color ocre sumergidas bailando en el Canal de Beagle sobreviven estoicos a pesar de la desidia y la falta de protección legal.
Paisajes de tierra y agua de la Península Mitre, divididos por una delgada línea azul, la fina capa que divide el agua y el aire pero que deja pasar todo y que conecta a todo. “La Delgada Línea Azul” fue el nombre de esta expedición por bahías casi imposibles de navegar, donde nunca un buzo había llegado, y que escondía un objetivo mayor: revelar cuánto de la Península se había perdido y qué quedaba en pie de un ecosistema tan único y frágil a la vez.
Entre manuscritos en borrador y números prometedores, este equipo de biólogos argentinos asegura: aún hay tiempo de proteger su naturaleza salvaje.
(*) Daniela Campanella es licenciada y doctora en Biologia, graduada en la Universidad Nacional de La Plata y la George Washington University (Washington DC).