ROLANDO CÁRDENAS (Punta Arenas, 1933 – Santiago de Chile, 1990). Escritor.

Hijo de un ovejero de Chiloé, vivió en la región Magallánica hasta los 22 años.

En su obra poética, en las imágenes, sensaciones y emociones que transmite, siempre está presente la vida, la soledad y el silencio del sur de la Patagonia.

En 1961, ya establecido en Santiago, publicó su primer libro: ¨Tránsito breve¨.

A esa publicación le seguirá, en 1963, ¨En el invierno de la provincia¨.
En 1964, apareció ¨Personajes de mi ciudad¨, producido en colaboración con el artista visual Guillermo Deisler.

Por su libro ¨Poemas migratorios¨, en 1972, recibió el Primer Premio en el concurso Pedro de Oña y una mención en el prestigioso concurso de poesía organizado por la Casa de las Américas en Cuba.

Rolando Cárdenas, tras el golpe de estado de 1973, fue detenido y recluido.

Recién en 1974 pudo publicar premiado ¨Poemas migratorios¨.

En 1986, editó ¨Qué, tras esos muros¨.

El 17 de octubre de 1990, a los 57 años, Cárdenas falleció sorpresivamente.

En manos de su amigo Carlos Olivárez quedó el manuscrito del que sería su obra póstuma: ¨Vastos dominios¨. Este libro fue incluido en sus obras completas, publicadas el año 1994.

Fue considerado uno de los mejores poetas chilenos de la generación del 50.

Compartimos con las lectoras y los lectores de EL ROMPEHIELOS, los siguientes poemas de Rolando Cárdenas:

BÚSQUEDA

A veces es bueno abandonarse al propio olvido
como si el saber sonreír
fuera más fácil que morder una fruta.
Ir por las calles perfectamente solo,
sin más compañía que nuestra cotidiana tristeza y nuestro pasos,
amando una vez más la sencillez del aire
de la manera como se recuerda la infancia,
o ese otro tiempo pulverizado
cuando se buscaban las primeras estrellas en las charcas.
Es bueno sentarse entre amigos y vasos
a observar cómo todos abandonan algo suyo
en la música que los impulsa y transforma en seres sin huesos,
mientras la noche trepa por los muros
buscando también dónde esconder su espera,
y después salir hacia el alba
con un poco más para alimentar futuras soledades.
Es bueno comprender que estamos hechos de recuerdos,
un poco de tiempo que crece sin escucharnos
y de muchas cosas que no comprendemos.
A veces es bueno detenerse a contemplar la hoja que cae
cuando la palabra primavera
no es lo que nosotros quisiéramos que sea.

REVELACIÓN DE LA NIEVE

Gira la tierra
y es ley inexorable que nos alejemos unos de otros
asombrados de reconocer que el día es día
y la noche es parte de un mundo que nos perturba,
nos regresa, nos traslada
y nos ayuda a morir con su fuerza invisible,
tímidamente lúcida.
Pero nos señala al mismo tiempo,
algo que nos inquieta como un llamado muy hondo
y transformando para todos en canto blanco
nieve eterna y extraña
a la que siempre pediremos que nos revele
sus secretos
para descubrir bajo ella
los rostros que amamos.

RECUERDO PÓSTUMO DE MI MADRE

Yo no recuerdo bien como era.
La conocí muy poco; apenas con mis años
aún sucios por la tierra de juegos infantiles.

La evoco en un trompo que no giraba.
En los barcos, las casas, las primeras palomas
que me enseñaba a hacer en mis cuadernos,
inclinada a diario ante el estupor o los sollozos
como la ciencia más perfecta.

Era dueña del alba y de la noche alzándose.
Desde el rocío, su canto quedaba encerrado
entre las paredes de esa casa
que todavía alza su estructura entre el viento y la nieve.
Sus pasos revivían las cosas en las habitaciones
como el acontecer más simple,
realzados en el alegre tintinear de las vasijas.
Y la infancia, guiada sabiamente por su mano,
tenía entonces un agridulce sabor de manzana madura.
Se iba una primavera, luego, otras primaveras,
y siempre una misma dulzura imperturbable
agobiaban sus ojos como una fina niebla.

Ahora yo recuerdo también
que una suave tristeza le trizaba la risa
como una imperceptible llamarada.
Ella era triste. Una tristeza de llovizna lenta
le andaba por las sienes o hería la palabra más cierta.

Pero yo comencé a querer su ternura profunda
desde que me entregó su más pura caricia
en un día de otoño o invierno,
cuando aún era una tristeza indefinida.

Desde ese día, de pronto verdadero,
su presencia invariable vigilaba mi pan
y el pan de mis hermanos más pequeños.
Su sueño interrumpido
nos guardaba del dulce tiempo del sol,
de abril y de sus lluvias
que retozan a bosque en las tierras del sur.

Por ese entonces, yo ignoraba que mi madre
traía su sonrisa intacta
y la tranquila ternura de sus manos
desde el verde archipiélago chilote.
Tal vez, por eso, tenía un aroma de cántaro,
una presencia de agua que murmura
penetrando las siembras. Era como esas pequeñas
aldeas azules que conoció en el tiempo de las estrellas.
Por su frente vagaban los crepúsculos,
y en su sonrisa leve
la quieta transparencia de la espiga.

Cuando mi padre marchaba a sus faenas
llevándose un poco de su gesto severo
en su caballo y en sus callosas manos campesinas,
una secreta alegría columpiaba en los vientos.
Los atardeceres bajaban brumosos de gris
destiñendo las cosas, borrando los contornos.
Los días domingo eran divididos por los cantos
de algún gallo. En las noches de invierno,
odiosamente largas, junto al fuego
que consumía las horas y la leña,
mi madre nos leía.
Yo penetraba entonces con temeroso asombro
por el ancho horizonte del país encantado,
degollando gigantes, muriéndome de estrellas y soldado.

El tiempo florecía. Se iba haciendo campana.
Crecía por el cielo en golondrina,
o como un espejo que busca la imagen extraviada.
Y siempre su presencia iluminaba como un agua,
de una manera sabia y exacta, como las estaciones.

Pero un día el silencio llegó a recuperarla
y a llevarse su alba de sueño o esperanza.
Yo la vi esa tarde. Se fue con su tristeza
de llovizna lenta, con su sonrisa leve,
con su ternura incompleta. Yo no entendía nada.
Solamente sentía una especie de callado asombro
ante el misterio. Todos los años
el invierno marchita las flores que la cubren.

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