VÍCTOR VARGAS FILGUEIRA (Ushuaia, 1971). Escritor, artesano de la cultura yagán, reconocido creador de piezas en cuero crudo de la cultura gauchesca y Primer Consejero de la Comunidad Yagán de Tierra del Fuego.
Vargas es autor de “Mi sangre yagán”. En el libro cuenta la historia de Asenewensis, su bisabuelo. Este hombre fue uno de los últimos yaganes que alcanzó a vivir la mitad de su vida del modo ancestral. En esta novela, veremos cómo sus costumbres y tradiciones son cercadas por la violencia de la “civilización” y la codicia. Conmueve la manera en que estos yaganes vivían, pendientes de sus hermanos y sabiendo que la única manera en que podemos ser felices es juntos, en comunidad.

En la actualidad está terminando la segunda parte de Mi sangre yagán, llamada Los paiakoalas, donde continúa la historia de sus familia hasta llegar a nuestros días.
Vargas se desempeña como guía del Museo del Fin del Mundo y trabaja en un proyecto de extensión en las escuelas con la finalidad de concientizar al alumnado sobre la visibilidad del pueblo yagán.

Compartimos con todas las lectoras y lectores de EL ROMPEHIELOS un fragmento del libro Mi sangre yagán:
A LA CAZA DE CORMORANES
Al levantarse temprano, al día siguiente, comenzaron a prepararse. Querían partir a una isla lejana para cazar pájaros. Como seguía el buen tiempo, podían navegar largos trechos sin demasiadas precauciones. Desde hacía unos días, la mayoría de los ancianos había notado que Asenewensis estaba triste. Como imaginaban el motivo, le propusieron pasar por Shumacush. El viejo agradeció a sus hermanos la gentileza. Llevaba mucho tiempo sin saber de su hija Catalina y de sus nietos. Como no tenían apuro, comenzaron a navegar muy despacio y se pusieron a cantar. Al ir bordeando una pequeña isla, divisaron muchos pájaros. Después de luchar contra una maraña de algas, hicieron tierra. Tenían la esperanza de poder juntar algunos huevos. Una vez en los grandes nidales, debían romper alguno para comprobar que no estén maduros; de ser así, no sacaban ninguno, para no interrumpir el ciclo natural. En la isla no había huellas ni vestigios de la presencia de otros yámanas; mucho menos de hombres blancos. Por lo visto, nadie se les había adelantado. Comprobaron que los huevos no habían madurado. Juntaron algunos de gaviota, de cormorán y de distintas especies, hasta tener una cantidad interesante para repartir con sus hermanos. Sacaban pocos huevos de cada nido porque nunca se llevaban muchos de una misma especie. Sabiendo que tenían tiempo, decidieron hacer un alto en Tkmana Wolakirrh, a orillas de un denso bosque de lengas. Armaron unos refugios improvisados para comer y disfrutar de la mañana. Allí el verano ofrece un paisaje de incomparable belleza, y cuando los días eran calmos, innumerables lásix, numerosas bandadas de golondrinas pasaban volaban bajo, atravesando los campamentos yaganes. Los niños hacían de estos momentos una verdadera fiesta. Salían a inspeccionar los lugares donde se detenían y buscaban con qué jugar. La naturaleza siempre proveía de algo llamativo para cada ocasión. Algunos muchachos fueron a buscar agua y las mujeres pusieron los huevos a cocinar, teniendo especial cuidado en que no queden duros. Los hombres charlaban sobre quiénes, en esa época del año, podían encontrar en Shumacush. Después de comer partirían y llegarían muy pronto a ese establecimiento. Ordenaron sus canoas y acomodaron sus provisiones de huevos y alimentos. Navegando hacia Shumacush, en un lindo día, el paisaje dejaba ver su atrapante belleza y en el mar las olas formaban un imperceptible movimiento ondulante acompañado del burbujeo que producían los remos. Varias parejas de álakus, de patos vapor, descansaban bajo el sol como formando parte de una postal. Dejando atrás cada bahía, nuestra gente avanzaba en silencio. El orgullo que les producía saberse dueños del lugar les hacía palpitar los corazones. En esos días de calor, muchos chorrillos producidos por el deshielo estaban secos y era más complicado conseguir agua fresca. Debían subir las colinas para buscar los grandes afluentes y eso a nuestros hermanos no les agradaba. El miedo a los hánnus, esos espíritus que acechan en los bosques, les era inculcado desde niños. Al salir de una pequeña bahía, divisaron las instalaciones de Shumacush. La emoción de Asenewensis al saber que pronto iba a ver a su familia querida, contagió a todo el grupo y se pusieron a cantar. La marea estaba alta y pudieron atravesar sin problemas la zona de algas. Desembarcaron y los ocupantes del establecimiento no se habían percatado de su llegada. El abuelo se adelantó y fue rápidamente hasta la casa grande.
¡Bienvenido, Asenewensis! ¿Has venido solo? –dijo Nelly con alegría.
-Los demás están en camino. Me adelanté porque ansío ver a mi hija y a mis nietos.
-Ella no está. Fueron a dar un paseo con los niños. Y Juan salió temprano con los demás hombres a buscar leña.
En ese instante llegó el resto del grupo, también preocupados por la soledad del lugar. Se dieron los acostumbrados saludos y los afectuosos mimos. Nelly volvió a contar lo mismo a los otros yámanas.
-No sé cuánto tardarán en regresar. Antes del anochecer seguro estarán aquí. ¿Hasta cuándo se quedaran ustedes con nosotros?
-Nos dirigimos a las islas a cazar pájaros. Necesitamos huesos de cormorán porque nuestras mujeres se están quedando sin amís, sin las leznas que usan para los tejidos. Planeábamos partir esta noche, pero podemos esperar hasta mañana.
-¡Han llegado en buen momento! Tenemos carne de vaca y mis hermanos anteayer carnearon un cordero grande.
Excepto por algunos zorzales que revoloteaban entre los arbustos, no había movimientos en la estancia.
Al cabo de un momento, apareció en una pradera de hierba alta, Catalina acompañada por sus hijos. Asenewensis se emocionó ¡Por fin podía ver a su amada hija!
La mujer corrió a sus brazos como si fuera una niña pequeña. Se abrazaron y se dijeron, entre lágrimas de alegría, lo mucho que se querían.
