Durante la última sesión ordinaria que se desarrolló el viernes, los legisladores aprobaron por unanimidad y sobre tablas un proyecto presentado por Monica Urquiza (MPF), Pablo Villegas (MPF) y Ricardo Furlan (FPV-PJ), que establece la obligatoriedad para funcionarios políticos de realizarse exámenes anuales que detecten el consumo de drogas ilegales como requisito para permanecer en el cargo.
Los autores de la iniciativa justifican la medida afirmando, a través de los fundamentos escritos, que “nada más sano para nuestra democracia representativa es tener funcionarios con las aptitudes físicas y psíquicas plenas para contar con funcionarios probos, idóneos y libres que puedan llevar a cabo acciones y políticas públicas en beneficio de todos”.
No es el primer antecedente en Argentina de una norma de estas características. En Tucumán optaron por el mismo camino del control punitivo -Ley 8850-, lo que despertó entre leguleyos polémicas sobre la constitucionalidad de la ley, vinculadas a la violación al derecho a la intimidad, algo que los parlamentarios locales sospechaban que podría suceder: “Sabemos que nuestro planteo va a generar reparos por aquellos que entienden que establecer la obligatoriedad de realizarse estudios médicos tendientes a determinar si se padece de adicciones vulneraría el derecho a la intimidad de las persona”.
Aún así, en tiempos en los que “el flagelo de las drogas” se combate encarcelando mulas y señalando con el dedo a los consumidores, los legisladores entendieron que esta herramienta es clave para el ejercicio de la democracia y un símbolo de tolerancia cero para los narcotraficantes…
La conducta que persigue sancionar esta norma, en tanto se conoce por un examen obligatorio al que toda persona alcanzada por la ley debe someterse, permaneció hasta el momento del testeo en el ámbito de vida privada y sin consecuencias evidentes en su tarea. Caso contrario, hubieran quedado habilitados los mecanismos sancionatorios que cada Poder tiene frente a los miembros que cometan una falta. Lo que evidencia que la aplicación de esta ley no busca penar con mayor rigurosidad a quienes hayan cometido un mal desempeño en su tarea pública atravesados por el consumo, sino la estigmatización.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación ya estableció un límite en el control paternalista del Estado a través del fallo Arriola, “en relación a tal derecho y su vinculación con el principio de ‘autonomía personal’, a nivel interamericano se ha señalado que ‘el desenvolvimiento del ser humano no queda sujeto a las iniciativas y cuidados del poder público’”.
Diferentes tratados internacionales a los que la Nación suscribió resaltan el derecho a la privacidad que impide que las personas sean objeto de injerencias arbitrarias o abusivas en su vida privada (Convención Americana sobre Derechos Humanos, entre otros). Estas garantías ponen de relieve el concepto de autonomía y desecha acciones opresoras por parte del Estado.
Queda claro que lo que está en juego no es el desempeño funcional de los agentes estatales alcanzados por la norma, sino su vida privada. Lo que sienta un antecedente peligrosísimo en contra de las libertades individuales de los fueguinos. Nada inhabilita ahora al parlamento para que, con los mismos fundamentos y en un futuro distópico, se establezca la obligatoriedad para docentes, médicos o personal administrativo, basándose en la sensibilidad de sus tareas.
El otro interrogante que surge de todo es: utilizando el mismo criterio que los autores del proyecto, ¿Qué pasa con las drogas legales, como el clonazepam, o con el consumo de alcohol?; ¿No podría constituir de igual manera un peligro para la vida institucional de Tierra del Fuego AIAS? Esta pregunta deja en offside a esta ley y evidencia toda la carga demagógica del proyecto. Carga que pesó mucho más que todos estos planteos.
Luz Scarpati
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