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En esta ocasión, Mingo Gutiérrez nos trae un texto inédito, basado en hechos reales, sobre espías chilenos en la época del Conflicto de Beagle y las investigaciones del recontra espionaje de la inteligencia riograndense.

LOS COLORES DE LA PATRIA

Los encargados de evaluar la inteligencia determinaron donde estaban los espías. Había certeza sobre las conductas de varios de ellos, y en otros casos firmes conjeturas. Estaban los que tenían un injustificado buen pasar, en relación a las actividades públicas que aparentaban cubrir sus otras actividades. Y también los que orillaban las sospechas, pero que igual se hacían merecedores de un severo control.

¿Qué cuantos eran los espías chilenos en Río Grande? No tantos como para preocuparse, más si se los suponía desarmados, y en tareas de transmitir información sobre los últimos movimientos de tropa. Más si por otra parte nosotros también teníamos montadas redes de inteligencia del otro lado, y conocíamos la potencialidad del enemigo.

Lo cierto es que en una reunión confidencial se conocieron finalmente los nombres y los lugares donde habitaban cada uno de ellos. Los trabajos cotidianos, y sus formas de desplazamiento. Sus vehículos y sus relaciones.

En todo caso había que establecer una vigilancia más intensa: -“Una marca personal”- insinuó uno de los jefes, como para hacerse entender mejor por el personal policial que asistía casi incrédulamente a este tipo de reuniones.

Eso de los espías, casi no debía representar un problema en medio de tantas incertidumbres; más aún –en el regreso de cada uno a sus actividades específicas- el tema se fue conversando, y conocedores de los involucrados se imaginaron, ya en un plano de mayor confianza que el que se vivía en los encuentros más plurales, a algunos de los sospechosos vestidos a lo James Bond, y se verían realmente ridículos.

Pero antes de las cuarenta y ocho horas comenzaron los problemas.

Fue cuando uno de los encargados de vigilar a los “espías” de un sector llegó a sus superiores con la novedad que algunos de ellos habían comenzado a pintar sus casas.

Los riograndenses no se habían caracterizado en los últimos tiempos por invertir mucho en el ornato doméstico, y menos se justificaba esta situación en un momento del año en que se presuponía que una invasión o un bombardeo ponían en peligro la supervivencia de todo.

Pintar una casa en este momento en colores distintos a los del camuflaje era lo mismo que pintar nuestra futura tumba.

Y los “espías” habían elegido para sus casas los colores celeste y blanco.

Tamaña elección se hubiera justificado unos meses antes, en medio del fervor del mundial, aunque en invierno aquí no es aconsejable pintar porque la perdurabilidad de la decoración corre el riesgo del frío y la humedad.

Los sospechosos por otra parte no podían ser incriminados públicamente por la elección de unos colores que eran los de la patria, como habían sido asediados los comerciantes que tenían nombres “chilenizados” en sus comercios y se los había obligado a suplantar por otros más aceptables.

La reunión en que se trató esta actitud no terminó con ninguna conclusión operativa, ahora se aceptó que era mucho más fácil saber dónde estaban ellos, tarea en beneficio de los que debían rondar relevando los diversos domicilios.

Pero después corrió el rumor: era seguro que en caso de una invasión, de un ataque, las casas de los espías –algunos chilenos, otros hijos de chilenos, otros colaboracionistas- serían fácilmente identificadas por los atacantes y por ello no serían molestados. Alguien había estado leyendo la Biblia a la altura de Moisés.

Y eso sí que era preocupante. A tal punto que más de uno de los concurrentes a la reunión de inteligencia pensó si no había llegado la hora de pintar su propia vivienda con los colores celeste y blanco.

Oscar Domingo Gutiérrez
del libro Río Grande y sus mundos interiores (en imprenta)

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