El cuadro es tan grande que es inevitable verlo ni bien se cruza el umbral. Al acercarse, el detalle deja ver pequeñas figuras, fotos, algunas velas. No hay ningún santo, pero definitivamente es un santuario. La iglesia está excluida de esa veneración, pero sin lugar a dudas, hay ahí una adoración.

Me hice devota de Evita cuando era chica, yo habré tenido unos 6 o 7 años cuando murió, pero me acuerdo clarito”, cuenta Elsa desde el segundo piso de un edificio en el populoso barrio de Chacra II. “Mi casa era un cementerio esa día, fue la primera vez que lo vi llorar a mi papá, no me voy a olvidar nunca”.

En la casa de Alberto el panorama es parecido, el cuadro principal no es una pintura sino una foto y la “deidad”en este caso el del género masculino.

No diría santo, pero para mí es una especie de patrono; le hablo mucho y yo creo que a veces me contesta. Tuve la suerte de conocerlo en persona –recuerda– cuando vino acá, un tipo íntegro Alfonsín. Siempre lo voy a tener en un lugar especial en mi casa”.

Alejandra es otro caso llamativo, tiene una cantidad de productos conmemorativos digna de un coleccionista. Remera, taza, gorra, foto, calcos de todo tipo, color y tamaño, discursos grabados y hasta una mamushka. Pero lo más curioso es que, a diferencia de Elsa y Alberto, la persona que de alguna manera venera, está viva.

Te diría que Cristina es como una madre para mí, pero mi vieja se re calienta cuando digo eso –se sonríe–, yo siento que le debo mucho, por eso milito y voy a seguir militando, no me importa si se cambia de partido, nada, solamente me importa ella”, dice Alejandra con una convicción que se nota genuina.

El fenómeno de sacralizar la política es cada vez menos extraño; la antropóloga Gabriela Ameri sostiene que “justamente esos tres exponentes tienen muchos elementos socioculturales en común, las creencias se refuerzan y cobran más vigor cuando los pueblos, las sociedades, entran en crisis: un proletariado oprimido, una generación asesinada, un pueblo devastado por la política neoliberalista; en estos contextos es cuando pareciera que resurgen de las cenizas los elementos religiosos populares, en claro sincretismo con lo que nos dejó la iglesia católica”.

Un poncho con una cruz, la figura del “santo”, lo impoluto, lo sacro, pero que en este caso, está absolutamente vinculado a lo profano, es decir, al pueblo. Fijate que ni a Macri ni a De la Rúa, por decirte un ejemplo, se los ha sacralizado, tampoco se los ha demonizado, y creo que es peor, no entran en esa esfera de construcción simbólica popular”, añade.

Para el sociólogo Federico Genera, los procesos de sacralización se manifiestan en sectores de la clase obrera más pauperizada, después está el proceso subjetivo, por el cual esos “desclasados” realizan esa sacralización, la pérdida de un horizonte de vida más extenso, o también el fetichismo al cual nos somete la ideología.

Entonces, aquello que no se entiende o que no se puede racionalizar, porque las condiciones materiales no lo permiten, derivan en hacer “santo” a un político, porque su devenir está a atado a un “milagro”.

Pero claro que una cosa es la creencia popular, la decisión de cierta parte de la sociedad a venerar a ciertas figuras que nada tienen que ver con el dogma, y otra cosa es la, digamos, cuestión de fe.

Aquél que ha creado un altar y en él ha impuesto una personalidad de la política toma una decisión basado en la creencia, en el arraigo de la idea propia.

El Sacerdote Vicente Reale escribió en el diario Los Andes que “las creencias surgen y se presentan como fuente de seguridad personal y de cohesión del grupo. Habitualmente, la persona pone su seguridad en sus propias creencias que, compartidas, explican y refuerzan la unidad del grupo. Se entiende, desde aquí, que el grupo no acepte o persiga a quienes las cuestionan”.

En algunos casos, al ver cuestionadas sus creencias, la persona puede adoptar una “actitud integrista”, atrincherándose en sus propios puntos de vista y rechazando, del modo más radical, todo aquello que sea fuente de cuestionamiento. En el extremo opuesto, puede haber quien, al descubrir el carácter relativo de aquellas creencias a las que había atribuido un valor absoluto, decepcionado y frustrado, “opte por el escepticismo o el cinismo más amargo”.

Todo sigue teniendo que ver con la crisis de identidad de los partidos políticos en nuestro país y de la construcción popular de ídolos o mitos que permitan canalizar las necesidades de ese pueblo. En Argentina tenemos ejemplos de sobra, desde el Gauchito Gil hasta Gilda o desde la Difunta Correa hasta Rodrigo Bueno.

El momento de la vida de los partidos políticos permite abrir la puerta a esa sacralización de ciertas figuras que representan un vehículo imaginario hacia lo que se quiere, se desea y se espera, en el contexto propio que representa cada uno de esos “ídolos”.

 

María Fernanda Rossi

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