El Día del Trabajador Metalúrgico surge el homenaje a Fray Luis Beltrán, pionero en entender que la riqueza mineral del país podía prestar servicios valiosísimos en la lucha por la independencia.

Fray Luis Beltrán fue un fraile argentino de la Orden de los Franciscanos, de brillante actuación como fabricante y organizador de la artillería del Ejército de los Andes. Todo lo que sabía lo había aprendido por la observación y la lectura. Estudió física, matemática, química y mecánica. 

Seguramente el fray nunca se imaginó que tanto años después, en un rincón de la patria tan lejano, el día del metalúrgico se iba a convertir en una de las celebraciones más importantes de la localidad. Probablemente Beltrán no sospechó que serían miles los que chocarían las copas para festejar una fecha y un trabajo.  

Claro que los herederos de aquel mote, que fueron multiplicándose y mutando a lo largo de las décadas, han conocido todo tipo de vicisitudes. Conocieron incendios, vaciamientos, abandonos, abundancia, lineas numerosas e incertidumbre. Han pasado por todo, tal vez incluso por demasiado. Los y las “Beltranes” de hoy resisten capeando el temporal, hasta que se dan cuenta muchas veces de que los agujeros están dentro de su propio bote.

Víctor llegó de su natal Presidencia Roque Sáez Peña hace más de treinta años “solamente con un bolsito, ¡hacía un frío! Venía con las historias esas de que te esperaban en el aeropuerto para darte trabajo. Yo llegué en colectivo, pero lo primero que hice fue ir al aeropuerto”, solamente para darse cuenta de que esa promesa de trabajo fácil ya no existía.

Los primeros días repetía -como muchos- que yo venía a hacer una diferencia nada más, juntaba unos pesos y después me volvía al Chaco, donde había dejado toda mi familia. Mucha gente me dijo en ese momento que seguro yo también me iba a quedar, y lo negué a muerte, pero acá me tenés”, se ríe.

Victor cuenta que en Río Grande conoció a la mujer que le hizo echar raíces, con ella (que vino de Córdoba) se ramificó su vida. De la tierra árida brotaron cuatro gajos y “el norte” se convirtió en sinónimo de paseo, vacaciones, anécdotas y abuelos lejanos.

Nos ha pasado de todo en estos años; cuando por fin quedé efectivo en una fábrica, se incendió la planta. Después de eso, las veces que mi señora y yo teníamos trabajo al mismo tiempo, tratábamos de juntar lo poco que sobrara para que no nos volviera a agarrar desprevenidos”, pero el destino fulero y caprichoso les desarmó los planes cuando los corralitos dejaron de ser cunas de bebés y se convirtieron en prisiones de futuro.

Pero una vez más salieron adelante. “Mi cordobesa”, como le dice Víctor, dejó la fábrica. Después de los golpes duros ya no confiaba en las atornilladoras y las placas. Prometió que buscaría estabilidad en otro rubro, sin dejar de preguntarse cómo podía ser que después de tantos años de trabajo fiel, ninguno de los dos la había conseguido aún. 

Después de la tormenta llegó la calma y le siguieron años que una vez más les dieron permiso de ilusionarse, de atender pequeñeces, de irse de vacaciones, cambiar el auto y mandar a los chicos a estudiar. Al fin el carril rápido estaba despejado.

Por supuesto, la cíclica rueda de la fortuna no iba a dejar nada quieto y la realidad volvió a pegar con mano abierta en la cara de Víctor, de su cordobesa y de miles de operarios que bailaron sobre la despiadada línea de la crisis.

Cuando la nueva vuelta apenas asomaba, la Unión Obrera Metalúrgica, otrora beligerante y decidida, se resignó a la firma de un acuerdo que congela los sueldos de los obreros por dos años, mientras que la inflación golpea furiosa en las economías familiares y genera angustia en las individualidades.

Todavía me faltan años para jubilarme y con mi edad, si pido retiro voluntario, ya no voy a conseguir trabajo en otro lado, menos en esta situación”, se lamenta Victor. Otra vez.

Se hace difícil siendo obrero hacerse cargo del pan
de tu esposa, tus hijos, del alquiler y algo más.
Poco disfruta sus días pensando en cómo hará,

si en ese empleo no pagan y cada vez le piden más.

Homero, la canción de la banda Viejas Locas, se transforma en un eco cruel que se mete profundo en la piel de los trabajadores, tan profundo que les llega hasta el alma. Es 7 de septiembre, pero no hay velas ni globos, las piñatas están tan vacías como las esperanzas.

Homero está cansado, come y se quiere acostar,
vuelve a amanecer y entre diario y mates se pregunta
“¿cuánto más?”

Hoy no sabemos quién tiene la respuesta, o por lo menos nadie amaga con ofrecerla, mientras las líneas se mueven con lentitud, los aparatos se producen escasos, los obreros y las obreras se llenan de interrogantes.

Aun con todo esto, tienen una certeza. Saben que la industria fueguina no son solo electrodomésticos, telas y plásticos. Tienen plena conciencia de que la bandera azul y anaranjada se traduce en pertenencia, en arraigo y en soberanía.

Son los que fabrican la isla, son los “Beltranes” que no son nadie, pero son todo.

 

María Fernanda Rossi

 

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