Rompieron la calle. Esa plataforma que sostiene la voz popular, de protesta, reclamo y clamor del pueblo. Quedó quebrado a martillazos y balazos de goma. Regado de cascotes y cartuchos, de toscas y tubos vacíos de gas lacrimógeno. Con un Estado provocador que militarizó la zona, que permitió el accionar deliberado de los efectivos que por segunda vez atacaron sin miramientos embanderados en el orden.
Con un grupo de violentos organizados que corren con la fortuna de jamás ser identificados ni detenidos. Disfrazados de revolucionarios, ejecutores del conflicto armado que destruye a martillazos la legitimidad del reclamo que los representantes del pueblo no supieron interpretar.
A más de 150 metros, en el recinto de la Cámara Baja el timbre anunciaba el quórum seguido de aplausos que dan pie al inicio del debate. Con un Kircherismo que agita fantasmas del 19 y 20 de diciembre de 2001, uno de los capítulos más negros en la historia reciente de nuestro país, se conjugan con una Patricia Bullrich con los límites desdibujados en el afán del límite y la protección.
Con un oficialismo freezado sin capacidad de empatía. Mancos sociales, refugiados en las paredes del Palacio del Congreso de la Nación, cierran sus oídos al grito desesperado de la calle que pide misericordia.
La violencia cometida por las Fuerzas de Seguridad y los provocadores disfrazados de sindicalistas y referentes sociales fueron contra una de las instituciones más importantes que ha tenido el pueblo argentino en su historia: la calle.
¿Qué necesidad tenía un Estado, legitimado por las urnas pocos meses atrás, de avanzar en recortes hacia los jubilados? ¿En base a qué justifica su sed por demostración de fuerza con zona militarizada? Y con tanto apuro.
En televisión, en las redes, en los portales periodistas se acusan unos a otros de haber fogueado una situación que se volvió incontrolable. Como si el reclamo por un exceso de violencia y la exigencia de respuestas al Estado por su responsabilidad anulara y/o promoviera el otro.
Un Kircherismo que tiene en su haber el votar en contra de la movilidad jubilatoria y justificar el veto de la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner floreado con teorías conspirativas y excesivas de golpes de Estado.
Termina la jornada y los videos de cacerolazos inundan las redes sociales, mientras en el recinto el debate de fondo lleva apenas unas horas de iniciado. La calle da señales de vida. La tensión inunda el aire y los peores recuerdos atraviesan la garganta de un país que mira con atención el correr de las horas.
Llega del 19 de diciembre. La nostalgia social se sobrecarga de incertidumbre y dolor, mientras quienes viven ajenos a la calle desconocen de sensaciones y temor. Los que jamás tuvieron que poner el grito en el cielo en una plaza poco entiende de la conquista de derechos y la defensa de esas conquistas.
Sin importar de qué lado de la grieta nos encontremos, la clase política no está a la altura. Sin importar lo incinerante de sus declaraciones ni la gravedad de sus augurios; ninguno ha denotado más que egoísmo en su accionar. Ventajismo político a costa de militantes y periodistas heridos con balas de goma. El intento burdo de la capitalización del vómito y la tos de las víctimas colaterales de los gases lacrimógenos que llegaron hasta las entrañas del subterráneo.
Los muertos en las calles del 19 y 20 de diciembre del 2001 es un cuadro que no queremos repetir. Que no nos podemos permitir repetir. Pero también el 19 y 20 de diciembre nos rememora el quiebre de una clase política altanera y desvergonzada.
La calle agoniza, pero se fortalece en cada discurso político que deja afuera el verdadero reclamo social. La representante del pueblo. La vocera de los humiles. El reflejo del humor argentino. A la calle no la han vencido, por el contrario, sigue siendo revindicada minuto a minuto, mientras la clase política avanza contra de quienes irónicamente la sostiene en ese lugar: el pueblo.
Pablo Riffo
Foto: Nicolás Stulberg

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