Carlos Zampatti (Mar del Plata, 1948). Escritor. Lleva publicadas cuatro novelas: “Nuestro hombre en Ushuaia” (Zagier & Urruty, 2012), “Corvalán – Rastreador de bandoleros (Western patagónico)” (Editorial Dunken, 2013), “El día del sismo” (U-Pro editor, 2017) y “Siete mil días en la Siberia argentina” (independiente, 2019).

Sus ficciones se mueven entre distintos géneros, centrándose generalmente en la gente, la realidad y la historia de Tierra del Fuego.

“Nuestro hombre en Ushuaia” es un policial negro con tintes de ciencia ficción y espionaje, que se desarrolla en esa ciudad; “Corvalán – Rastreador de bandoleros” es una novela histórica donde cuenta la vida y las aventuras de distintos vaqueros y bandidos que recorrieron la árida Patagonia de comienzos del siglo XX; “El día del sismo” cuenta cuatro historias paralelas que se verán afectadas por un temblor telúrico en la ciudad más austral del mundo; presentada recientemente, “Siete mil días en la Siberia argentina”, otra ficción histórica del autor, trata sobre la fuga de Simón Radowitzky, el famoso anarquista, del terrible penal de Ushuaia, donde estuvo encarcelado casi 20 años.

Zampatti se estableció en la capital de Tierra del Fuego en 1974.

Reseña: Nuestro hombre en Ushuaia de Carlos Zampatti

Compartimos con los lectores del EL ROMPEHIELOS un fragmento de la novela “Siete mil días”:

Últimamente, no sé por qué, acudieron a mi memoria los días del viaje en el barco que me llevó desde Buenos Aires hasta Ushuaia. No te imaginas, hermanita, lo que fue ese mes en el Chaco, donde sólo se respiraba polvillo de carbón. Todo empezó cuando en la Penitenciaría Nacional nos preparaban para el viaje. Se nos remachaba en los tobillos grilletes unidos entre sí por una cadena de quince o veinte centímetros, no más. Algunos, mientras les aseguraban los cepos, se mantenían altivos en su afán de parecer más duros que los demás. Pero la soberbia les duraba poco. Se terminaba en la larga caminata desde el muelle hasta el barco bajo la mirada piadosa de los pocos curiosos que veían el comienzo de nuestro viaje sin retorno. Nuestros pasos cortitos lograban que el hierro carcomiera la carne.

Del polvillo de carbón te hablaba, hermanita. No te imaginas lo que era: nos alojaban en la bodega del barco, como en las viejas galeras romanas. Apenas un zambullo para nuestras necesidades. Al polvo de hulla que se nos pegaba en la cara y en los pulmones se le agregaba el olor de nuestros excrementos. No había donde lavarse en ese barco. Llegamos a Ushuaia sucios, con una cara negra que acentuaba las ojeras rojas. Tos negra, también; tos de gripe, tos de tisis y vómitos negros.

Dos o tres veces, durante el viaje, el capitán del barco se apiadó de nosotros e intercedía ante nuestros custodios para que se nos permitiera subir a cubierta a tomar un poco de aire puro. Los guardias elegían a unos pocos para que subieran, más por azar que por buena conducta u otros méritos. De más está decirte que yo nunca fui beneficiado por esa indulgencia.

Llegar a Ushuaia fue un alivio. Jamás imaginé lo que me depararía ese infierno blanco. Pero el baño helado y la ropa nueva y limpia me parecieron una bendición luego del mes engrillado en ese barco. ¿La celda? Un cuchitril de dos por dos con cama, mesa, banco y algo parecido a un armario, que casi no dejaban lugar donde moverse. Cerca del techo, una abertura enrejada de veinte centímetros que sería un exceso llamar ventana.

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