Una vez, entre el marido de la cocinera, mi papá y Don Chupino, ahuecaron un nabo grande, del tamaño de una cabeza de hombre y le dieron forma a los ojos, la nariz y la boca. Luego debieron esperar una noche bien oscura.

Al oscurecer, lo colocaron cerca del galpón de esquila, bastante distante del casco de la estancia. Cuando ya había oscurecido, fueron a prenderle una vela adentro, lo que le daba apariencia de calavera. Alguien tenía que dar la voz de alarma. Para esto se prestó el marido de la cocinera, diciendo que él veía una luz que parecía una calavera. ¡Toda la gente salió de la casa: ovejeros, peones, carreteros! Nadie quería acercarse; iban todos muy cerca unos con otros. Al ver que se querían arrimar, Don Chupino empezó a tirar tiros, diciendo que había que acabar con esa cosa rara. ¡Hizo mucha pantomima! Cuanto más se arrimaban, más guapo se ponía Don Chupino.

Los otros estaban pegados detrás de él y, cuando estaba lo suficientemente cerca, le tiró varios tiros de revólver y se apagó la vela. Al apagarse la vela todos corrieron hacia las casas. Al día siguiente fueron a ver si había rastros de la calavera y, por supuesto, no los había. Ya habían hecho desaparecer el nabo y solo quedaba el comentario: serían cuatreros o alguna luz mala.

Nadie dijo nada del nabo iluminado.
Esto fue más o menos en el año 1926.

Relato de Sara Sutherland de Menéndez en el libro ¨A hacha cuña y golpe¨ (1995).

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