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Siseo
De Sihuen Yema
Luego de contemplar silenciosamente la puerta por largos minutos la empujó con el hombro y avanzó con paso vacilante. Su cuerpo se estremeció al sonar el portazo a sus espaldas. El siseo era casi inaudible, pero podía percibirse, a la distancia, con los oídos y con la piel. Suspiró fuerte, cerró los ojos y avanzó.
Descendió la escalera de la mazmorra, la antorcha encendida en su mano derecha y la bandeja en la izquierda. La luz danzaba irregularmente y parecía lamer las frías piedras o huirles, no lo sabía con certeza. Descendió con cuidado, los escalones derruidos presentaban un peligro, las piedras sueltas podían jugarle una mala pasada si pisaba en el lugar equivocado. Aquí y allá las paredes que lo acompañaban en su recorrido presentaban manchas de sangre renegrida y seca que prefería no mirar.
La tarea a la que se encomendaba había sido de su padre antes que suya y del padre de su padre antes que este. Desconocía el secreto familiar hasta que, en su lecho de muerte, su progenitor lo llamó a su lado. El anciano le habló con voz trémula y cargada de flema. Le legó la propiedad familiar, junto con las instrucciones que debía cumplir hasta su muerte. <<Peor sería no hacerlo, créeme y obedece >>, fueron sus últimas palabras antes de que su cuerpo reposara sobre el colchón con una mueca de alivio grabada en el rostro.
En los tiempos de su bisabuelo una mazmorra era necesaria, las familias portentosas abundaban en enemigos. En los suyos era simplemente otro recordatorio de que había arruinado el nombre de la familia y dilapidado su riqueza. Las mazmorras no mantenían su dignidad, él tampoco; así y todo no dejaba de acudir, una vez por año, a cumplir el mandato de su sangre.
Todo alrededor hedía a moho, humedad y encierro. El aroma de los cadáveres descompuestos en las celdas acudía a él y se entremezclaba con el de las fétidas piezas de pollo que bailoteaban en la bandeja, amenazando con caerse. La combinación imperante agredía sus fosas nasales y pugnaba por no vomitar hasta haber concluido su tarea. Avanzó por el pasillo, hundiéndose en la oscuridad que cedía paso a su antorcha, pero que reaparecía a sus espaldas, arrastrándose en lenta persecución. El aroma se tornó más denso a cada paso. Sintió que podía cortar el aire con un cuchillo o encenderlo con una cerilla. Pensó que quizás esa fuese la salida, incendiarlo todo y ganarse la libertad con fuego. Su padre le había advertido que no había escapatoria, pero quizás no debiera creerle. Su falta de buen criterio había encaminado a la familia a la pobreza, a su madre al suicidio y a sus hermanos y primos al exilio. Solo él permanecía encadenado al apellido, a su historia y a ese repugnante calabozo siseante.
Pollo muerto por la peste era todo lo que tenía para ofrecer: ¿sería suficiente? ¿Lo mantendría a salvo durante un año más? ¿Y transcurrido ese tiempo qué? No tendría nada más para entregar.
El leve siseo lo recibió al llegar a la celda. Arrimó la antorcha a los barrotes, pero solo develó vacío. La luz no alcanzaba a la pared del fondo y con los dientes apretados sintió un leve alivio al no tener que contemplar lo que allí habitaba. Colocó la bandeja en el suelo y el siseo aumentó su intensidad, ansioso. Atenazó entre dos dedos la pieza de pollo que menos olor emanaba y la arrojó con vigor a donde la antorcha no iluminaba. Durante un instante su mano ingresó a la celda y la retiró con pánico, golpeándose contra los barrotes de metal.
El silencio lo aterró todavía más que el siseo. Esperó hasta que un sonido agudo y repentino, similar al del chasquido de un látigo, restalló en el fondo de la jaula y la pieza de pollo cayó a sus pies. El olor tardó unos segundos en volver a incrustarse en sus fosas nasales. Repitió el intento, aunque anticipando su resultado, con los dos trozos restantes. En la última devolución creyó atisbar algo similar a la punta de un dedo o el final de una cola asomándose unos centímetros a la luz de la antorcha. Era verde o gris, recubierto con escamas, aunque podrían haber sido plumas endurecidas. Su padre le había advertido que no mirara y él había cumplido hasta ese día.
Oyó un deslizamiento en el suelo de la celda. El siseo incrementó su intensidad y sus repeticiones. La piel se le erizó. Pensó en huir, dejar todo detrás y no volver. Resonaron en su mente las palabras de su padre: <<Te dejo poco más que este apellido y una misión, no me falles>>.
Gimoteando, colocó su mano entre los barrotes. Apartó la vista y una araña que descendía lentamente de su red hacia la carne infectada captó su atención. Mordió sus labios en antelación y congoja. El siseo se aproximó, hasta sentirlo lamiendo su oído. Apretó más fuerte sus párpados.
Cuando se retiraba, entremezclando sus lágrimas con la sangre que manaba del muñón, pensó en dos cosas: que había sido rápido, pero no indoloro y en qué le ofrecería el año entrante cuando le tocara regresar.

Sihuen Yema: nació en la ciudad de Neuquén en 1982. Se recibió de Profesor en Letras en la U.N.L.P. y ejerció la docencia en esa ciudad durante muchos años. Hoy reside en su tierra natal. Es el autor del libro de cuentos “Afuera es noche” del año 2006, el relato “El muchacho, el joven y el tachero” en la selección “Entredichos” del año 2020 y del relato “Un día como cualquier otro” en la aplicación Pathbook para dispositivos móviles.
El relato “Siseo” obtuvo el 3er premio en el “IV Concurso Homenaje a Hugo Gola”.
Fede Rodríguez