Es la concertina segunda de la Orquesta Sinfónica del Neuquén y coordina orquestas infantojuveniles con enfoque social, que replican su propio aprendizaje musical.
Andrea Pulgar no creció en una familia de músicos. En su casa de Bariloche sólo había una mezcla caprichosa de discos de Dyango, rock nacional e INXZ. También una guitarra olvidada que su abuelo desempolvaba de a ratos para tocar los únicos dos acordes que conocía. Sin embargo, en ella creció el germen de una pasión por la música que la llevaría lejos: a los escenarios, los cursos internacionales y, sobre todo, a repartir la música clásica en las orquestas barriales, donde una simple melodía cobra la fuerza necesaria para transformar el mundo.
Aunque ya suma 18 años de trayectoria, mantiene fresco el recuerdo de la primera vez que escuchó música clásica y tuvo esa epifanía que iba a marcar su futuro. “Fue una orquesta juvenil a la escuela, yo estaba en sexto grado y había un violinista tocando La Primavera de Vivaldi. Yo nunca había escuchado un violín, me enamoré perdidamente y quise aprender a tocar yo”, relató. Con sólo 11 años, se sumó a la orquesta juvenil de esa ciudad rionegrina, coordinada por Kyoko Korokawa, y empezó a esbozar sus primeras notas.
Como no tenía su propio instrumento, aprovechaba cada minuto del ensayo para practicar e incluso se quedaba después de hora para aplicar sobre el violín el estudio de las partituras que hacía en casa. No le importaba pasar ocho horas enteras en la orquesta. “Me atrapó muchísimo, mis amigos después de la escuela estaban jugando y yo estaba practicando, haciendo escalas y trinos”, contó sobre sus inicios.
Andrea repasa sus primera clases 27 años más tarde, durante un receso del ensayo de la Orquesta Sinfónica del Neuquén, donde se desempeña como concertina adjunta. Habla en voz baja mientras los instrumentos reposan en las butacas tapizadas de azul del Cine Teatro Español, en medio de un silencio insípido. Hacía apenas unos pocos minutos, la Danza Húngara Número 5 de Johannes Brahms lo había inundado todo.
Su primer violín
Tras notar su fascinación por la música, sus padres redoblaron los esfuerzos para darle el arma de sus primeras batallas: un Stradivarius Cremonensis de imitación y desvencijado, que llegó todo desarmado pero que fue, para Andrea, un verdadero tesoro. “Fue un sacrificio muy grande para ellos”, relató.
Sebastián Fariña Petersen
A finales de los 90, su papá recibió una indemnización por un despido masivo en la empresa en la que trabajaba. Usó parte de ese monto para pagar los 500 pesos que costaba el violín, quizás sin sospechar que estaba sembrando el futuro brillante de su hija de 12 años. “Tenía los profes de la orquesta juvenil que me ayudaron a rearmarlo”, dijo sobre su primer instrumento, que la acompañó durante sus primeros cuatro años de formación musical.
Para ese entonces, el talento de Andrea era evidente. Ya se había subido al mismo escenario en el que escuchó la famosa pieza de Vivaldi por primera vez. Y ya había interpretado ella misma las notas de La Primavera, como cerrando un ciclo que, lejos de concluir, iba a expandirse para llevarla a contagiar su amor por la música en otras geografías.
Aunque no tenía acceso a los carísimos violines que necesitaba, cuando cerró la orquesta infantil en donde se había iniciado, fue becada por la Fundación Cofradía, que coordinaba la orquesta juvenil de Bariloche, y que se organizó para adquirir un nuevo instrumento. Así, le llegó un violín francés del 1800 con el que se siguió perfeccionando. El siguiente paso llegó en 2005, con una pasantía en la Orquesta Sinfónica del Neuquén, cuando sólo tenía 18 años.
“Al principio fue duro, porque venía de una orquesta infantojuvenil que era un espacio adecuado a las edades de las adolescencias y con el mismo repertorio todo el año”, dijo y agregó: “Separarme de mi familia a los 19 fue bastante fuerte, pero me tocó adaptarme enseguida al mundo adulto para seguirles el ritmo y forjar nuevos vínculos”. Aunque con una pasión inmutable por la música, entendió que la exigencia era otra, que debía llegar a los ensayos con horas previas de estudio para adaptarse a sus compañeros y tocar el repertorio que le ponían en el atril, que cambiaba con más frecuencia.
Andrea ingresó a la orquesta a través de una pasantía, después de pasar una audición en la que interpretó las piezas que sabía. Seis meses más tarde, ya decidida a quedarse en Neuquén, pasó un examen más riguroso y así comenzó a desandar su camino como profesional, con un salario que le permitió ir pagando en cuotas un violín de luthier de mayor calidad.
De violinista infantil a dirigir jóvenes en los barrios
Cuando la convocaron a coordinar las orquestas juveniles de los barrios neuquinos, no tuvieron que explicarle demasiado. Se trataba de replicar esa misma vivencia que había transformado su vida en Bariloche. “Hace 15 años que trabajo en los barrios, estamos en Hibepa, en Cuenca XV y en La Sirena, donde tenemos alrededor de 120 niños, jóvenes y adultos formando una orquesta con un enfoque social”, explicó.
“Se le prestan los instrumentos, tienen clases gratuitas de instrumento y lenguaje musical y luego hacemos los ensayos en conjunto”, dijo y agregó: “La idea no es sólo formar músicos sino también personas, y aunque no sigan con ese instrumento, que adquieran valores que puedan replicarse en su vida”.
En los barrios de Neuquén, Andrea se para del otro lado. Y así, con la batuta en la mano, tiene la chance de enfrentar a los músicos y observar su propia historia de descubrimiento musical, pero multiplicada por 120. Desde esa tarima de directora, ve cómo se iluminan sus rostros cuando tocan por primera vez un instrumento que no conocían. De pronto pueden tenerlo en la mano y ver cómo suena o cómo reacciona ante sus estímulos. “Se les abre un mundo de posibilidades”, expresó.
Sebastián Fariña Petersen
Los músicos infantiles de los barrios son, en realidad, una sola orquesta. Y también son decenas de historias individuales con inmenso valor. “Algunos ya estudian en el IUPA o la Escuela de Música, empezaron Dirección Orquestal o Flauta Traversa”, señaló la violinista sin disimular el orgullo. Pero también destacó el avance de los otros, esos que se alejaron de los instrumentos por otros obstáculos, pero que regresan años más tarde. “Algunos están volviendo, ya con 21 años, y eso significa que les llegó muchísimo de lo que hicimos”, afirmó.
Y aunque su carrera como concertista parece resumir su persecución de ese sueño de la niñez, que suena como La Primavera de Vivaldi, su trayectoria profesional también le dio otra sorpresa. “Yo nunca quise ser directora de orquesta, pero siento que la dirección orquestal me eligió a mí”, dijo sobre su nuevo desafío, que se presentó ante sus ojos tras involucrarse en las “orquestitas”, que le exigían tener una batuta en la mano.
“Hace cuatro años estoy estudiando Dirección Orquestal con el director de la Orquesta, Andrés Tolcachir, y estoy cursando el tercer año de la carrera”, dijo y repasó: “Ya tuve oportunidad de dirigir a mis compañeros de la orquesta y hacer cursos en México, Chile, en Buenos Aires”.
Incluso con la elocuencia de su curriculum, admitió que se puso nerviosa al darle la espalda al público por primera vez. Sin embargo, aclaró que ni la batuta ni los centímetros de altura que le dio la tarima la hicieron olvidarse de lo más importante. “Estar de un lado o del otro para mí es lo mismo, siempre somos un equipo sin importar de qué lado estamos, y siempre es el mismo objetivo, buscando llegar a la gente”, contó.
Un vértigo para transmitir emoción
En el semicírculo de las cuerdas o en la tarima de directora, Andrea siempre afronta una misma sensación: ese vértigo de tocar frente al público, acompasando los instrumentos como engranajes de un mecanismo perfecto. “A todos les digo que es muy bueno escuchar un concierto, no hay micrófonos ni grabaciones, todo lo que se escucha se está tocando en ese momento”, explicó.
En el ensayo, Andrea mece la cabeza al ritmo del compás y fija los ojos -inmutables- en la partitura, como contrarrestando el andar frenético del arco de su violín, que se desliza con soltura sobre las cuerdas. Allí, desde la primera fila, usa el rabillo del ojo para seguir la batuta, que parece alargar todavía más el brazo extensísimo del maestro Andrés Tolcachir.
Sebastián Fariña Petersen
Y ahí, en medio de la Danza Húngara, la historia de Andrea y de todos los integrantes de la Orquesta Sinfónica del Neuquén parecen desaparecer. Con las zapatillas de lona de los ensayos o ataviados con el negro obligatorio de los conciertos, todos desaparecen para convertirse en un solo ensamble que conmueve a una parte de los neuquinos y que inspira a la otra mitad.
Y aquellos que, como la concertina, quieren ejecutar los instrumentos para que desprendan su música, pueden usar los conciertos del Español como su propia invitación para sumarse a las orquestas de los barrios. “Les digo que se animen porque los espacios están. Los instrumentos se prestan, las clases son gratuitas y acá en la orquesta tenemos muy buenos profesores que dan clases particulares”, dijo Andrea, con la esperanza de repetir, ahora ella, esa Primavera de Vivaldi que le cambió la vida.
Fuente: La Mañana de Neuquén